En el programa de mano se puede leer: “Violento, rudo, carente de miramiento y civilidad”. Esa es la definición de bruto que ofrece la RAE. Y así es, de alguna manera, el mundo de Nito: el barrio donde vive, la gente que lo rodea.
Siempre hay personajes polémicos que sienten que no se les entendió. Para explicarse, escriben o dictan unas memorias con su verdad que, al llegar al lector, suelen hacer aún mas difícil comprender su proceder. Algo parecido me ocurrió a mí: primero asistí con agrado a la representación de Los brutos y, después, leí la declaración de intenciones del autor.
La definición de bruto que citamos no se corresponde exactamente con lo que el dramaturgo retrata en su pieza. Nico, el protagonista, sale de su barrio y llega a la escuela de cine gracias a un puente de plata que su padre le ofrece sin oposición. Tiene una novia que, en humanidades, sacaría sobresaliente. Sabe dónde está, estudia enfermería para mejorar su vida, es receptiva y delicada, comprende la ambición de Nico y sabe echarse a un lado llegado el momento, para no ser un lastre para sus afanes de gloria.
Los brutos es una obra escrita y dirigida por Roberto Martín Maiztegui. La pieza pertenece a ese tipo de creaciones donde tanto el personaje protagonista como su entorno resultan reconocibles, lo que ya les otorga una fuerte conexión inicial con el público. Aluche no es un suburbio, es un barrio de Madrid. Está maravillosamente recreado en una maqueta de Borromello, al punto de que uno puede reconocerse en alguna de sus ventanas o terrazas.
El autor posee algo que es oro molido para el teatro: un buen oído. Tiene la capacidad de hacer que cada personaje hable con el color y el tono que le corresponde, en los distintos entornos que recorre Nico, protagonista de esta obra coral, donde todos los personajes resultan imprescindibles.
El entorno de Nico lo conforman un padre que trabaja en un banco, una madre ama de casa y un tío que perdió el habla después de que su equipo perdiera un partido. En la terraza donde se reúnen, con arena en el suelo, se aprecia ese Madrid de barrio que se expandió cuando una generación se negó a seguir viviendo la miseria del campo, y aquellas casas de ladrillo rojo ofrecieron cobijo para soñar. Esos sueños existían, aunque hoy, por evolución natural, a sus descendientes les parezcan demasiado pequeños.
Nico ha conseguido vivir de escribir cine. Mira hacia atrás mientras negocia la producción de una película con la que busca rescatar del anonimato a quienes lo acompañaron antes de convertirse en un “hombre de cine”. Este gesto, en parte, puede leerse como una muestra de prepotencia: la vida se vive, y cuando la sustituye la muerte, no siempre importa si queda o no un retrato colgado en un museo. Pero esa necesidad de trascender está implícita en todo acto creativo. Su interlocutora es una productora italiana que le señala que no encuentra suficiente sustancia en su historia, ni en esta ni en las anteriores. Nico, sin embargo, parece no escucharla.
Él está satisfecho con poder ver, desde su nueva vivienda, el barrio donde creció a través de la Casa de Campo, aunque afectivamente ya se siente muy lejos de él.
El cine ha sido para muchas generaciones una ventana al mundo: un espacio cálido en invierno, fresco en verano, donde nos iniciamos en la amistad, en el deseo, en la vida misma, desde nuestra butaca. El cine se parece a los sueños: por más que sepas que no es cierto, la emoción se siente real. Y tiene el aliciente de permitirnos visitar paisajes, salones y alcobas a los que jamás seremos invitados.
Es un medio fascinante para el común de los mortales. A la mayoría le permite regresar después a su rutina. Pero hay quienes desarrollan una capacidad de entrar y salir de él, como refugio. Igual que el arte abstracto recondujo las pulsiones de artistas que, de no haberlo encontrado, podrían haber terminado en un psiquiátrico, el cine ha sido una torre de marfil para quienes no logran encajar del todo en la vida cotidiana. Para ellos, el mundo real se sobrelleva; la vida se vive plenamente en las salas, de las que se llevan a casa imágenes, ideas y emociones que respiran con ellos, y después están los que se caen en la marmita donde se alea el talento y las banalidades del éxito como Nico, que se sienten elegidos, y a partir de ahí el fin justificará cualquier medio para lograr el reconocimiento.
Para Nico, estudiar cine, sin oposición paterna, podría verse como un ejemplo de superación. Pero también parte su vida en dos. Una parte en blanco y negro, donde habitan todos los que conformaron su pasado. Y un mundo en color, que solo encuentra entre sus compañeros de la escuela de cine, y sus profesionales, todo lo relacionado con el séptimo arte será lo único valido para su afán, mientras algo le impide girar la cabeza para ver lo que quedó atrás.
El ego del artista, incluso antes del reconocimiento, puede llevarle a colocar la estética de su ambición por encima de la ética cotidiana que permite crecer. Lo hacen con la naturalidad de quien respira, instalados en una necesidad unívoca de reconocimiento, sin ser plenamente conscientes de ello.
Nico quiere redimir del anonimato a sus padres. Un padre que escucha ópera gozando sin usura mientras se afeita. Quiere darles un final como el del cine, que se funde en negro o muestra a los personajes alejándose entrelazados por una playa infinita, donde aparece la palabra FIN. Pero no termina de comprender que ese fin no es más que un “hasta aquí hemos llegado”.
La historia básica que incluye al cineasta, a sus padres, a su novia y a sus amigos, está bien contada. Tal vez por eso, sorprende la falta de sensibilidad de Nico al valorarlos. Que le sitúa en un nivel de empatía similar al del compañero “chungo”, que le humilla y roba, a él, y a su amigo en el instituto.
Emilio Tomé, aquí como colega de Nico -Francesco Carril- con el personaje realmente chungo de la función -Javier Ballesteros-.
La escenografía, diseñada por Mónica Borromello, articula visualmente esta dualidad mediante una maqueta del barrio de Aluche que divide los espacios físicos y simbólicos por los que transitan los personajes. El diseño de iluminación de David Picazo, el vestuario de Sandra Espinosa y el espacio sonoro de Sandra Vicente son un acierto, como lo es la elección del elenco.
Francesco Carril interpreta a Nico, el único personaje que mantiene su identidad durante toda la representación. Le acompañan dos actrices y dos actores –Ángela Boix, Olivia Delcán, Emilio Tomé y Javier Ballesteros- que se doblan y se multiplican con una frescura que no cansa. Su mérito está en su plasticidad interpretativa, sumada a la precisión con que los personajes de Roberto Martín Maiztegui están escritos.
Ángela Boix da vida a Nazaret, la novia de siempre del cineasta, un personaje bellísimo que interpreta con infinita generosidad. También encarna a la madre de Nico y a la productora italiana que ningunea su obra, aunque esto último solo le afecta si compromete la producción.
La actriz Ángela Boix da vida a Nazaret, la novia de siempre del cineasta, un personaje bellísimo.
Olivia Delcán aparece primero como una tía de Nico que mata y resucita conocidos según le convenga en su relato. Luego es la tentación en la escuela de cine, a la que Nico ve como una escalera en su carrera.
Emilio Tomé pasa de ser el tío que perdió el habla cuando su equipo de fútbol perdió un partido, al amigo macarra que enseña por qué conviene tener siempre a mano una botella de tercio medio llena de cerveza, por si la cosa se complica —la utilidad, mejor descubrirla viendo la obra—. Javier Ballesteros redondea al habitante más “chungo” del barrio y como el padre que, incluso antes de que hijo pida algo, ya ha buscado cómo hacer su sueño posible.
Todos, absolutamente todos los intérpretes, realizan un trabajo delicioso. Aunque Nico no se deja querer por su falta de empatía, la interpretación de Carril hace que, en lugar de rechazo, lamentemos no poder apreciarlo.
Los brutos está bien escrita, y los actores se mueven con acierto, gracias también a un reparto redondo. Y eso, sin duda, también es mérito de Roberto Martín Maiztegui.
Desde que me puse delante de una cámara por primera vez a los dieciséis años, he fechado los años por películas. Simultáneamente, empecé a escribir de Cine en una revista entrañable: Cine asesor. He visto kilómetros de celuloide en casi todos los idiomas y he sido muy afortunado porque he podido tratar, trabajar y entrevistar a muchos de los que me han emocionado antes como espectador. He trabajado de actor, he escrito novelas, guiones, retratado a toda cara interesante que se me ha puesto a tiro… Hay gente que nace sabiendo y yo prefiero morir aprendiendo.
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