He leído “Los desengaños” de Antonio Lucas, flamante ganador del último Premio Fundación Loewe, sentado en una silla de trabajo y con un lápiz en la mano. Lo he leído en posición de firmes en el Metro, tumbado en la cama, sentado en la terraza y a veces, incluso, esperando a que se frieran las patatas. En todos los casos me ha sobrevolado una sensación al principio indiferenciada, pero que al poco se cristalizaba en una verdad ineludible: me aburro.
Wislawa Szymborska, en su ya clásico discurso de recepción del Premio Nobel, decía respecto a la labor del poeta: la inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo “no lo sé”. Y sin embargo, leyendo estos desengaños laureados, he tenido la impresión de asistir a un perpetuo ejercicio de estilo del que sabe ya mucho. Todo el libro está escrito en un impecable manejo del lenguaje, en una elección cuidadosa de las imágenes, en una economía acertada del ritmo. Tanto es así que en ocasiones me he imaginado al autor trabajando la materia de las palabras en un laboratorio a -273º C, en ese cero absoluto en el que la entropía alcanza su valor mínimo. Allí no queda hueco para la imperfección, pero tampoco para el aroma. Todo queda edificado en cristales puros que ni siquiera admiten un temblor de duda. Es el espacio absurdo de la solemnidad. El espíritu de la pesadez, que diría Nietzsche.
¿Cómo es posible que en un poemario titulado “Los desengaños”, este más que desengañado cronista no haya podido encontrar un miligramo de ironía?
Lejos de eso me asaltaba la insoportable sensación de estar asistiendo a una especie de homilía. A un recuento de lugares pretendidamente poéticos y bien ordenados en los que no hay espacio para una sola emoción genuina.
Entiendo la poesía como un don reservado a los espíritus ácratas. Como un lugar de subversión permanente. En la tensión irresoluble entre el fondo y la forma que alimenta el esfuerzo poético germina un desgarro que, en último término, es la sustancia misma del hallazgo. No hay poesía sin sangre, ni arte que no insista una y otra vez sobre la herida.
Así las cosas, en el laboratorio aséptico de “Los desengaños”, el irracionalismo de algunas de su imágenes más logradas no parecen provenir de la grieta, sino más bien referirse a ella. La tensión ha desaparecido. Las palabras no se encarnan, no resignifican, sino que permanecen obedientes del lado de los diccionarios de la lengua.
Es verdad que hay fulgores
en un cuerpo ajeno,
pronunciar su silencio,
abrazar su alambrada,
desear su vacío»
Fragmentos que inesperadamente palpitan y por eso mismo se constituyen en contra del tono general del libro, hacen más evidente la ausencia de un latido que pueda sostener el conjunto de la obra
Sabemos que sabemos de la noche
porque a cierta hora
uno acepta que sólo puede ser
el último eslabón de la pureza
o el sol de la derrota de sí mismo”
Pero francamente, señores del Jurado del Loewe, señor Antonio Lucas: me aburro.
En estos tiempos necesitados de munición, me temo que los premios literarios continúan a lo suyo.
Estimado Javier: gracias por el tiempo y la atención prestada al libro, aunque no haya sido de tu agrado.
Antonio
Hola Antonio. A mí tu libro sí me gustó, de hecho me resultó inspirador. Algunos versos tuyos, incluso, me tomé el atrevimiento de usarlos como epígrafe de un libro de cuentos que publiqué el año pasado. Un saludo desde Medellín, Colombia.
Estimado Javier:
Bastante de acuerdo contigo, tras la lectura del libro.
Poca chicha en general y la sensación, cada vez más palpitante, de que hay una especie de «Entendismo» oficial compuesto por críticos, periodistas, claustros y demás inteligencia crítica autorreferente, que sostienen, con argumentos más que dudosos, un paradigma de la cultura que no creo que sea muy válido y que niega todos los demás que emergen o han emergido a lo largo del tiempo. Pareciera como si solo hubiera unas pocas formas de escribir poesía, cuentos o novelas. El libro de Antonio Lucas, sin parecerme mal, me parece que no es brillante. He leido mucha mejor poesía éste año.