Voz de actriz

Voz de actriz

Bardem decidió que su voz no podía ocultarse. ¿Cómo es posible que el arma de seducción más potente de Emma Penella (Madrid, 1931-2007) fuese sustituido por un timbre angelical que redujera a la insignificancia el volumen generoso de una actriz tan espléndida como hermosa? Pese a tratarse de una de las grandes intérpretes del cine español, en sus primeras películas Emma Penella hubo de lidiar con un hándicap imposible de abolir: su voz. Muy grave para algunos, muy profunda para otros, se imponía extraña por diferente, por única. Pero Bardem, haciendo alarde de sus convicciones fijas, deshizo la maldición y ofreció en Cómicos (1953) a una Penella en plenitud: la escuchamos al fin.

Y su carrera dio un giro clave, porque las tablas conocían su esencia, pero la pantalla nos mentía. Desposeer la careta de sus cuerdas vocales le permitió, considero firmemente, que Berlanga la fichara para El verdugo (1963); no solo por su talento (un híbrido actoral entre la Magnani y la Loren) sino porque su voz y la del inmensísimo Pepe Isbert suenan a la misma tristeza, al mismo desánimo en blanco y negro. Eran la pareja ideal para la película.

Luego se sucederían personajes a quienes entregó su potente erotismo: desde la pícara Lola, espejo oscuro (Fernando Merino, 1966) a la Fedra que dirigiera diez años antes Mur Oti en 1956. También su Fortunata en Fortunata y Jacinta (Angelino Fons, 1970) y La Regenta creada para Gonzalo Suárez en 1974: personajes que encorsetaban la belleza bajo un halo de profunda amargura. Y para todas ellas la voz templada, el susurro del lamento y el áspero desgarro del grito. La estrella en la cúspide decidió retirarse para regresar, ya madura y ancha, junto al pasado que ocultaba su maravilloso personaje en Padre nuestro (Francisco Regueiro, 1985) y, sobre todo, con La mediática estanquera de Vallecas (Eloy de la Iglesia, 1987). Por entonces, sus carnes bailaban bajo la tela vaporosa, se expandían al caminar, y confirmaban, con todo, que seguía siendo ella. Solo había que escucharla.

Emma Penella (Madrid, 1931-2007)

Emma Penella (Madrid, 1931-2007)

La personalísima voz de otras actrices de nuestro cine no vino acompañada de tal belleza exuberante. En sus casos, Lola Gaos y Tota Alba se vieron destinadas, cual parcas revertidas, a hilar con brujas, criadas, aldeanas y todo rol misterioso y fantástico. No obstante, cada una tuvo la oportunidad, en una película concreta, de demostrar cuan amplio era su registro.

Lola Gaos (Valencia, 1921-Madrid, 1993) regresó a España a mediados de los años cuarenta, tras su exilio por Latinoamérica, para subirse a las tablas con La casa de Bernarda Alba de Lorca, El pelícano y Espectros de Strindberg y la convulsa pieza de Buchner, Woyzech. Semejante currículo escénico manifiesta su personal resistencia antifranquista, su íntima militancia con la capacidad liberadora y transformadora del arte, aunque esa es otra historia. Ya en cine su nombre va ligado a las primeras películas de Berlanga (Esa pareja feliz [1953], Las cuatro verdades [1962] y El verdugo [1963]), pero siempre en papeles secundarios y, en algunos casos, de reparto. No obstante, en su filmografía sobresalen dos personajes únicos, ambos adheridos a Buñuel: Enedina, la mendiga que levanta sus faldas en Viridiana (1961) y la Saturna que da vida en Tristana (1970), siempre pendiente de la sombra de Catherine Deneuve. Durante estos años, décadas de los sesenta y setenta, hace mucha televisión y en este medio su voz rasgada articuló los pesares de Medea, Celestina, Crimen y castigo, Antígona, Los papeles de Aspern o Las brujas de Salem. Para Ibáñez Serrador se entregó al miedo en los capítulos La casa y La pesadilla de la mítica serie Historias para no dormir, y continuaron los gritos de terror en la gran pantalla con títulos como El sonido de la muerte (Nieves Conde, 1966), Sumario sangriento de la pequeña Estefanía (Tonino Valerii, 1972), Ceremonia sangrienta (Jorge Grau, 1973) y Latidos de pánico (Paul Naschy, 1983).

Fue en 1975 cuando su voz herida desahogó la angustia del tiempo atado. En Furtivos, de José Luis Borau, su Martina tiranizaba el monte, la habitación del hijo, el destino de los perros, el aullido de los lobos. Para este papel excavó el pozo, rompió las fisuras y, de tan rabiosa, su voz fue clara. Le valió un Fotogramas, una Medalla del Círculo de Escritores Cinematográficos de España y un Sant Jordi a la Mejor Actriz. Aún más, le valió la oportunidad de encarnar un personaje maestro y mostrar la complejidad de la actuación. Lola Gaos alzó el puño al recoger los galardones. Era un gesto rotundo. Y sobraban las palabras.

Lola Gaos (Valencia, 1921-Madrid, 1993)
Lola Gaos (Valencia, 1921-Madrid, 1993)

Tota Alba (Buenos Aires, 1914-Madrid, 1983) fue reclamada por el cine para interpretar multitud de personajes cómicos en un puñado de títulos que la mantuvieron activa muchísimos años. Se trata de una secundaria eficiente, espigada a lo Jacques Tati, de voz raspada y cierto aire masculino. Entretanto, algunos proyectos posibilitaban otro registro: Mi calle (1960), última película de Edgar Neville, Canción de cuna (José María Elorrieta, 1961), Sabían demasiado (Pedro Lazaga, 1962), Un balcón sobre el infierno (François Villiers, 1964) o El próximo otoño (Antonio Eceiza, 1967) daban un descanso al aprendizaje de guiones un tanto endebles.

El teatro, por su parte, la quiso para idénticos proyectos cómicos, sanos y ligeros, pero igualmente para estrenar Ni pobre, ni rico, sino todo lo contrario, de Mihura y Tono, o poner en pie montajes de altura como la Orestíada de Esquilo en el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Llegada la época dorada del fantaterror español, su figura se prestó a títulos del momento que el público engullía con fascinación (y hechizan a quien escribe): La endemoniada (Amando de Ossorio, 1975), El extraño amor de los vampiros (Leon Klimovsky, 1975) e Inquisición (Paul Naschy, 1976), dirigida por tres de los directores más aclamados del género. Con Jess Franco, otro de los imprescindibles, rodó curiosamente dos películas alejadas del miedo: Vampiresas 1930 (1962), aunque el título se preste a confusión, y Residencia para espías (1966), donde coincidía con Lola Gaos. Cabe aquí un hecho insólito y es que tanto en La endemoniada como en Inquisición Tota Alba fue doblada por la genial Irene Guerrero de Luna, voz habitual de Bette Davis y Marlene Dietrich.

Tota Alba (Buenos Aires, 1914-Madrid, 1983) con Carlos Larrañaga en El extraño viaje

Tota Alba (Buenos Aires, 1914-Madrid, 1983) con Carlos Larrañaga en El extraño viaje

El 1964 Tota Alba crea su mejor personaje y la más importante de sus actuaciones en el cine. Dirigida por Fernando Fernán Gómez interpreta a Ignacia Vidal, la hermana mayor de los personajes que encarnaran Rafaela Aparicio (Doña Paquita) y Jesús Franco (Don Venancio). Hablo de El extraño viaje, una de las películas clave de la historia del cine español, una pieza única que aúna en su vientre terror, suspense, comedia y drama. En un pueblo castellano de los años sesenta un robo, un crimen y una sociedad reprimida, deprimida, y tan ofendida como humillada, muestra sus miserias, sus sueños y sus deseos. Sobre todo, sus deseos. Con esta película Tota Alba entrega su legado actoral, el más oscuro y estudiado de sus personajes. Le afectó, al contrario de lo sucedido con Lola Gaos en Furtivos, que una serie de avatares condenaron la película a un letargo de olvido. Su carrera continuó por la senda ya comenzada, no llegó el reconocimiento que merecía, ni la oportunidad de afrontar otros roles. Gajes del oficio.

Florinda Chico (Badajoz, 1925–Madrid, 2011) con Paco Martínez Soria

Florinda Chico (Badajoz, 1925–Madrid, 2011) con Paco Martínez Soria

La voz determina el destino de una actriz, la condena a un abanico concreto de personajes y la fija en un prototipo que la explota hasta el cansancio. También, por ello, se hace única y reclamada. Penella, Gaos y Alba fueron esencialmente graves, pero Gracita Morales (Madrid, 1928-1995), Rafaela Aparicio (Málaga, 1906-Madrid, 1996) y Florinda Chico (Badajoz, 1925–Madrid, 2011) fueron esencialmente cómicas. En ocasiones se produce la excepción: a Florinda Chico le llegó su drama con la Poncia de La casa de Bernarda Alba (Mario Camus, 1987) y a Emma Penella la comedia en el éxito televisivo de Aquí no hay quien viva (Antena 3). Aparicio mostró su talento infinito de la mano de Saura en Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1979) y de Fernán Gómez en El extraño viaje (1964) y El mar y el tiempo (1989), por la que obtuvo el Goya a la mejor actriz protagonista. Es decir, películas muy alejadas de la inmensa mayoría de comedias que la catapultaron. Gracita Morales, en cambio, murió ajena al éxito enorme que experimentó en la década de los sesenta, cuando su nombre logró, por sí solo, completar un capítulo de nuestra historia cinematográfica.

Gracita Morales (Madrid, 1928-1995),

Gracita Morales (Madrid, 1928-1995),

Cabe reflejar aquí que el tándem cómico creado por Rafaela Aparicio y Florinda Chico, a base de carcajadas y repetitivos esquemas, cuenta con una brillante excepción (permítanme el guiño pop al anuncio televisivo que protagonizó la pareja). Nos referimos a la espléndida cinta de Francisco Rodríguez Gordillo Gusanos de seda (1977), donde ambas dan vida a personajes que no ríen ni hacen reír.

Rafaela Aparicio en Rafaela Aparicio (Málaga, 1906-Madrid, 1996)  en El extraño viaje (1964), de Fernán Gómez  El extraño viaje (1964), de Fernán Gómez

Rafaela Aparicio (Málaga, 1906-Madrid, 1996) en El extraño viaje (1964), de Fernán Gómez

La voz importa, pero el cine es imagen. Basta el plano de unos ojos. O los ojos que lo miran. Por ello, el silencio que Terele Pávez (Bilbao, 1939) procura a su Régula de Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) es la óptima interpretación de un párrafo mudo, esa forma de la tinta que solo el magisterio de la sencillez y la misericordia logran recrear. En la noche rasa, bajo el raquítico destello de una vela, el hijo repasa las sílabas, tutelado por el padre, y ella, Régula sin pasión, sin ánimo de vivir, solo viva, asiente la lectura del muchacho. Cuando este cae en el error y es corregido por el padre, ella niega de inmediato el gesto de asentimiento que acababa de expresar, y esa complicidad involuntaria, el mohín inofensivo, amplía el personaje a cotas de ternura. Terele retumba el cielo, es la mejor alcahueta que ha dado el cine, place atender el rencor de su discurso, la violenta certidumbre de sus mujeres, pero aquí, en la Régula inocente, entregó su gruñido rotundo, y duele ese silencio de tan auténtico y humano.

La mitad del cielo (Manuel Gutiérrez Aragón, 1986) supuso el regreso de Margarita Lozano (Tetuán, 1931) a la cinematografía española tras un parón voluntario y posterior vuelva al cine europeo (principalmente al italiano, donde la veneran). Dicho regreso el cine español vino auspiciado por un personaje enigmático, hecho a su medida, pero el tremendo error de doblarla desierta la película. Bien que la abuela Olvido, a quien da vida la actriz, sustenta en su mudez y su mirada toda la energía que desprende, y son escasas, pero determinantes, las sentencias que brinda. Sin embargo, la voz deliciosa de Margarita, cultivada en el dulzor de Murcia, de África y de Italia, e incluso de una infancia en Canarias que algo habría de aportar, ha dado con una melodía única y poderosa, sumada a un físico preponderante, absoluto, que dan como resultado una hechura de inigualable presencia  .

Margarita Lozano (Tetuán, 1931) en una imagen de Viridiana de Luis Buñuel

Margarita Lozano (Tetuán, 1931) en una imagen de Viridiana de Luis Buñuel

La voz de Margarita modula sobre las tablas los embistes de Bernarda Alba, la melancolía de Ana Luna (La vida que te di) o la nostalgia liberadora de Mary (Largo viaje hacia la noche), y aunque en su cinematografía parecen predominar los silencios, articula la palabra cuando es preciso, no ya porque el papel lo determina, sino porque la voz subraya el misterio que todo lo ha explicado. Solo así se entiende que su Ramona en Viridiana (don Luis Buñuel, 1961) se construya en la penumbra, en el gesto mínimo, o que sus excepcionales parlamentos en Pocilga (Pasolini, 1969) mantengan en pie el primerísimo plano, es decir, el enigma de sus ojos. Esta huida de lo convencional, esta voz que aprisionó la humillante escena del striptease de Tina en Los farsantes (Mario Camus, 1964), es punto y aparte. Margarita Lozano logra con su espíritu una emoción que solo conocen los poemas.

Charo López (Salamanca, 1943)
Charo López (Salamanca, 1943)

Charo López (Salamanca, 1943) ha incorporado a su belleza el tiempo que la ha convertido en una actriz fundamental. Desde los inicios de su carrera el rostro espléndido y cautivador parecía robar el protagonismo a sus personajes. No ha sido así. Los personajes de Charo López seducen con los ojos, es cierto, su luz es de las pocas que consiguen desnudar al espectador hasta alcanzar el pulso vulnerable que le obliga a bajar la mirada. Y hacer bajar la mirada en el cine es dominio, un poderoso influjo. De tal modo que la teoría a defender aquí es la siguiente: la voz de Charo López es el arma cargada de futuro con que la actriz apuntó al centro del oficio, allí donde la intérprete reivindica su talento, su capacidad para actuar, para arrebatar a su propia belleza la lindura que es natural del personaje, la que debe elaborar la actriz para darle vida. De esta actitud, severa y necesaria, surge el corazón de Nati en La colmena (Mario Camus, 1982). Del ingente reparto de la película destaca este personaje por la síntesis de su naturaleza y el rastro que perseguirá a Martín (José Sacristán), tan prendido como nosotros. La calma de Nati cuando atiende la desazón del amigo, el consuelo de su escucha, es un lamido en la herida que no requiere abrir la boca. Ahora, que la hermosura de Charo López se ha enriquecido de la vida, la voz de la actriz mantiene intacta su autoridad, el calibre de amor con que nos hurta el lado del pecho que hace ruido.

De este balance de voces surge un inventario de damas de nuestro cine y un itinerario de impresiones, de fascinación y hechizo, que consigue elevar el oficio de actriz a una dignificación admirable, pero también a un ideal que no admite porfía: el material sensible de sus voces queda en la memoria como el aroma de la infancia, el de aquellas pequeñas cosas que originaron una emoción, algo que permanece dentro para siempre y sobrevive al telón y al rótulo Fin.

El texto “Voz de actriz” de Daniel María, publicada el 5 de junio en Tarántula Revista Cultural, fue galardonado el 3 de diciembre de 2013 con la nueva modalidad Joven Promesa del VII Premio Paco Rabal de Periodismo Cultural 213 concedido por AISGE.

Autor

Daniel María (Agulo, La Gomera, 1985) es actor, escritor y guionista. Colabora en Tarántula, Fogal, Revista de la Academia Canaria de la Lengua, Qué Leer y El Perseguidor, entre otros medios. En 2013 obtuvo el Premio Paco Rabal de Periodismo Cultural Joven Promesa y el Premio de Periodismo Leoncio Rodríguez. Autor de los poemarios Hilo de cometa (2009) y flor que nace en los raíles (2015), el libro de cuentos (De)función cómica (2009), el estudio El caso de la película imposible: El extraño viaje (2011) y las novelas El hombre que ama a Gene Tierney (2013), Premio de Edición Benito Pérez Armas, y Un crimen lejos de París (2014). Posee, entre otros, el Premio Internacional Jóvenes de la Macaronesia de Poesía (2005) y el Premio Félix Francisco Casanova de Poesía (2007).

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