Hambriento, devoro la corteza más lejana del cosmos, los límites del universo, su perfil orlado de quásares, supernovas, esquirlas de mundos perdidos. Engullo con ansia los gases incandescentes de galaxias y estrellas enanas, la superficie rocosa de los asteroides, la estela de algún cometa, tres anillos de Saturno como aros de cebolla para cíclopes, el postre en plato hondo de la Luna en cuarto menguante.
Tiene el artefacto de Miguel A. Zapata un tono hardcore/puta vida, tete, quizá por pretensiones de fondo y por tentativa potencial, y un agridulce de poética y numen que apenas resulta preocupante en las cinco o seis primeras páginas, para después tomar la modulación y respirar tranquilo en este chocolate amargo que viene a ser el planeta. El confort del libro. Sin entrar en superávit de opinión en alegorías o estructuras relato-poéticas, escribo mi más diáfana consideración: Honestidad. A veces como memorándum desolador de la edad adulta, de la gran fracción de la vida que no nos habían contado y de los resultados catastróficos, incluido lo gore, la tragicomedia, los combates de los sueños, esos proyectos nocturnos que hacen con nosotros lo que les sale de las pelotas y siempre, el espejismo del relato, su refracción, y la consecuente causalidad: el destino. Es decir, puta vita, tete.
Cada día, a la hora del postre, saboreo uno de estos helados de color cerúleo , preguntándome a qué parte de su anatomía corresponde, excitada también hasta la humedad por el placer de paladear yo la piel que tanto amaba.
Por alguna razón que ya olvidamos, hundí mi cuchillo decenas de veces más allá del límite de tu piel, torturando hasta el fin tus órganos y alejando la vida de ti. Descuarticé más tarde tu cuerpo en veintitrés trozos, tu número favorito.
Avanza pues el discurso incendiario y arrebatador (por fortuna sin acné ni incipientes cerdas de bigote) en tropel y armonía. A veces correctamente onírico y gótico: Hago subir al sepulturero con un gesto displicente y bajo hasta el fondo de la tumba. Me acomodo, engullido por la oscuridad, doy un par de vueltas, me tiendo de costado, de espaldas o bocabajo, cierro los ojos y pruebo la consistencia mortal de ese nicho, me siento y vuelvo a elevarme hasta la superficie con un salto.
Sueños del océano Índico
He conocido al rey de Madagascar. He sabido de su célebre colección de clavos, agujas y punzones. Y que tiene a bien, por cada batalla perdida, perforar sus carnes con una de tan hirientes joyas.
Sueños Post.
Los padres oyeron el diagnóstico de boca del pediatra: su hija es de crecimiento tardío.
Durante el funeral de la niña, pudieron oírse los primeros crujidos en la madera de ataúd.
Sueños Tweet.
Mi gato ha muerto.
Ocho veces.
Sueños de estética, decepción, risas y crítica de la belleza reconstruida en las clínicas colombianas.
La belleza está en el interior, dicen los guapos. Bravo. Vivan las coartadas autocomplacientes y pánfilas, viva Quasimodo.
Desde la calle aún intento hacerle comprender, voz en grito a las alturas, que he vuelto, que soy yo, su Adonis de plástico. Aún la puedo ver, sí, asomándose a la ventana con la foto horripilante de mi rostro anterior entre sus dedos. Observándola, creo, con una nostalgia absurda, insensata y a deshora. Mirando ella cada cierto tiempo hacía aquí, escrutando a este galán y rebuscando en mi interior al Quasimodo que una vez fui y al que parece añorar ante los rasgos irreconocibles de la perfección.
De espacios y hombres. El nuevo mundo.
Ha disminuido el número de suicidas arrojados al vacío, aunque han aumentado los decesos por ahogamiento y psicosis severa. Nadie es perfecto. Nuevas leyes y medidas vendrán para limitar esta nueva tendencia a la muerte acuática y el descalabro mental de los ciudadanos.
Miguel A. Zapata, por fortuna, a Dios gracias, no escribe sobre sus conmociones más banales y sus tribulaciones de alma en pena, principalmente porque no tiene un póster de unicornio blanco con mujer alada sino que narra sobre la alienación, el delirio universal, de ahí el trabajado tono esquizoide y tragicómico de Voces para un tímpano muerto. Es el cuerpo humano, la épica nuclear, nuestros misterios de estructura física, material y mental. El autor busca la resolución. Llamémoslo pues, narrativa audaz. Literatura de crucigrama críptico. Surrealismo. Va de la anarquía del cosmos, y los espejos convexos. Y claro, como siempre, de morirse.