Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela

Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela

Cuando recorro en mi viejo coche la carretera de Barcelona, me viene a la mente la obra de Camilo José Cela, Viaje a la Alcarria. Es un ilustrativo libro de viajes  que transcurre en la década de los cuarenta, y que nos narra el periplo de un viajero a través de un itinerario y de un país que ya pertenece al pasado. Su testimonio de primera mano de las gentes y costumbres de la España rural de la posguerra, son un valioso legado de la literatura. Es un texto que a través de sus voces, sus colores e incluso olores, nos traslada a una época genuina.

El viajero, que así le nombra Cela, parte de Madrid con su morral como único equipaje dispuesto a embeberse de las peculiaridades de los pueblos alcarreños que irá visitando a lo largo de su expedición.

La primera parada la realiza en Guadalajara. Tras apearse de un tren que a diario aglutina a variados personajes de diferente condición (agricultores, vendedores, tahúres, curas, militares…), parte rumbo a Taracena y posteriormente a Torija. Como bien dice Camilo, Torija se encarama desde lo alto de una loma para divisar a todo aquel que toma el camino rumbo a Zaragoza, aunque en este caso ese no sea el destino del viajero. Hoy en día la carretera ha variado su trayecto y ampliado afortunadamente el número de carriles. Cómo en la novela de Cela, aparece un cartel,

Torija puede alardear de un bello castillo de la época de los moros, dice la mujer del parador donde el viajero para a descansar. Anteriormente, nuestro protagonista ha entablado conversación con distintos personajes con los que se ha cruzado por el camino. Agricultores, vecinos y un joven carretero al que acompañará durante parte de una de sus etapas, conforman un pintoresco paisaje salpicado de plantas aromáticas, flores y los distintos matices del campo: ocres, marrones y otras tonalidades que harán que el lector se introduzca en la narración como si fuese él el protagonista.

Entre kilómetros y kilómetros de recorrido y las consiguientes pausas a la sombra de algún árbol benevolente donde saciar el hambre con alguna vianda y calmar la sed, el viajero conocerá a un anciano acompañado de un viejo mulo llamado Gorrión. Serán compañeros de fatiga hasta llegar a Cifuentes. Su emplazamiento, sobre un río subterráneo corto en su discurrir, pero caudaloso en su contenido hasta que muere en el Tajo, proporciona a esta villa la alegría de vivir. Un castillo construido por Don Juan Manuel y algunas bellas casas, terminan por adornar tan singular población, en la que también destaca la torre mochada de la iglesia, como fiel superviviente de los avatares bélicos del reciente pasado (no olvidemos que la novela fue escrita poco después de la Guerra Civil). Dos claras diferencias nos hablarán de la singularidad de estas tierras: por un lado la teoría de los que dicen que Cifuentes es la capital de la miel de la Alcarria; dulce testimonio sin duda. Por otro la dureza y sangriento pasado de sus tierras: el cerro de la horca, donde como su propio nombre indica eran ajusticiados los condenados.

La próxima parada y siguiendo en ocasiones el curso del Tajo, es Trillo. Su nuevo compañero será un buhonero loco de atar y megalómano, que hará del trayecto una broma infinita llena de desvaríos y surrealista. De igual forma, se cruzará con un viajante que con esta copla cantada por la Alcarria dará buena fe de la brutalidad de algunos lugareños:

 

No he visto gente más bruta

que la gente de Alcocer, que echaron el Cristo al río

porque no quiso llover.

 

Al menos la cascada del Cifuentes en Trillo, con su blanca espuma y bello entorno constituido por la vegetación circundante (con altos árboles como en Brihuega) y el canto de los pájaros, suavizarán el ánimo del viajero. El sopor y la melancolía harán el resto.

Esta es una época en la que se negocia el precio de un traslado en carro tirado por un mulo de labranza arreado con la tralla, y en la que interceden los alcaldes para abaratar el precio en pesetas a favor del viajero. También es una época en la que los naturales de cada pueblo tienen su mote o apelativo: pantorrilludos, tiñosos, rascapieles o gamellones (porque para no ensuciar el plato comen en el gamellón del plato), serán claros ejemplos.

La geografía de la Alcarria se podría dividir en pueblos ricos y pobres, tal cual los denominan sus propios habitantes. Budia, el siguiente al que se dirige nuestro viajero, pertenece al grupo de los ricos. El solemne nombre de sus calles, sus piedras de escudo en viejos palacios y la enjalbegada fachada del ayuntamiento así lo atestiguan. En Budia charla en animada sobremesa sobre las excelencias del pueblo: sus fuentes (no tantas como en Cifuentes); unas utilizadas para el riego de las huertas y otras de uso medicinal. Don Severino, que así se llama su interlocutor, le confesará el secreto de la miel de la Alcarria: las más de setecientas especies de plantas aromáticas influyen en su calidad; o al menos eso piensa.

Más delante, de camino a un nuevo pueblo, Pareja, se cruzará en el trayecto con dos variopintos personajes: un dúo de la guardia civil encargada de vigilar las poblaciones de La Alcarria. Pérez, el mostachudo, procaz contador de chistes verdes que pese a su edad anhela revivir sus noches de desenfreno en la capital. Torremocha, el joven, ex seminarista y silencioso afiliado al movimiento nacional, apenas abre la boca.

En Pareja, pueblo grande y afortunado por su oferta de empleo, comerá en la fonda. Allí le atienden dos mujeres de postín, María y Elena, de diferentes gustos pero similar belleza. Ante semejante panorama nuestro protagonista pensará en la poligamia (sic), y tras un sugerente malentendido (o puede que provocado), abandonará el pueblo con el rabo entre las piernas (nunca mejor dicho). Tendrá que hacer noche en un ladrillar donde casualmente conoce al afortunado prometido de María. Los caprichos del destino.

El peregrinaje continuará hacia Sacedón dirección Cuenca. En lo alto de un monte, el cerro de la Veleta, se encuentra Casasana. Pueblo de tonos verdinegros y gris azulado. Posee la exclusividad de sus vacas blancas y negras, únicas en La Alcarria. Un castillo moro y el juego de pelota (tan típico de Guadalajara) terminan por completar este bonito paraje. Allí hará un alto en su posada, que no parador. En La Alcarria un parador es una posada con cuadra.

Bordea Córcoles camino de Sacedón en compañía de Felipe, su nueva pareja. Este le comenta que Córcoles posee una tierra más fértil que la de Casasana para el cultivo. Ahora, todos son propietarios tras la compra de los terrenos al conde de Arcentales y trabajan en sus propios huertos. Reminiscencia feudal cercenada.

A la vista se atisaba Sacedón, rodeado de verde trigo. Nos encontramos en un pueblo importante y muy industrioso.

 

Por la Entrepeña se marcha

-sangre de alacrán- el sol.

Ya no dan a la pelota

los mozos de Sacedón.

El viajero entra en el pueblo

casi, casi, de rondón.

Tiene hambre y lo que busca

va a toparlo en el mesón:

una botella de vino

y unas magras de lechón.

 

El viajero saldrá de Sacedón en autobús con la intención de ir a Pastrana, pero antes deberá bajarse en el cruce con Tendilla. Este corto recorrido será una opresiva y agobiante experiencia puesto que en el bus no cabe ni un alfiler. Madres con sus niños, trabajadores, militares y guardias civiles, viajeros de toda condición y gitanos vociferan entre los saltos y aplastamientos causados por los baches del camino. En Tendilla, una curiosidad: el escritor Pío Baroja compró un terreno con un olivar para tener aceite todo el año.

A Pastrana llega de noche, y una vez allí será acogido por el alcalde y su segundo, junto a los que conversará animadamente entre vermús y aceitunas. La cena será casi testimonial.

Por la mañana, la primera impresión del viajero es la de encontrarse en una gran ciudad medieval. Posee este lugar monumentos históricos muy interesantes. Entre ellos el palacio donde estuvo cautiva la princesa de Éboli, sito en la plaza de la Hora. El viajero lamenta el estado en que se encuentra, ya que su deterioro es evidente y sin visos de ser mejorado. Continúa callejeando por los barrios de Albaicín y de San Francisco; el primero morisco, el segundo cristiano. En una de sus casas Moratín escribió El sí de las niñas; lamentablemente apenas queda nada de este legado arquitectónico.

También tiene Pastrana un ilustre pasado religioso. Con una gran tradición eclesiástica, entre sus calles encontramos un cabildo que en su época fue comparado con el de Toledo, ciudad esta que junto a Santiago de Compostela son motivo de comparación con la alcarreña por el protagonista. Como colofón, el convento de carmelitas descalzos, que fue fundado por Santa Teresa de Jesús y que tuvo de huésped a San Juan de la Cruz. En ese momento (cuando fue escrito el libro, en la década los cuarenta), ya no había cabildo y el convento carecía de importancia.

Ermitas, cuevas, la gruta de San Juan y varios incunables que reposan en el convento, son otros vestigios de su esplendor. Un esplendor de capa caía por la dejadez y falta de conservación que afecta a todo el conjunto histórico-monumental de la villa.

El viaje muere en Zorita de los Canes, donde los lugareños tienen el pelo rubio y los ojos azules, como los alemanes. Las ruinas del castillo de la Orden de Calatrava contemplan al viajero. Por la noche, de regreso a Pastrana, retorna al vermú y a las aceitunas de tripa de anchoa junto a sus acompañantes. Ha sido un bello y enriquecedor viaje, con un dulce final.

 

Por la plaza de la Hora

se pone el sol.

Enlutada, una señora

vela al Señor.

Suena triste una campana,

con suave amor.

 

4458127[1]

.

 

 

 

Continúo engullendo kilómetros al volante de mi incombustible kia. Me aproximo a mi destino, la salida 132. Allí, divisando el majestuoso pulmón de pinos, robles y encinas, se asienta Villaverde del Ducado, que aunque no esté en La Alcarria a mí me sigue recordando a la obra de Cela. Entre su patrimonio destaca la iglesia de San Antonio y la ermita de San Bartolomé, cercana esta a un primitivo asentamiento, y teniendo ambos templos en común su origen románico.

Mientras tanto, yo continuaré conduciendo y viendo pasar de nuevo los carteles; aquellos carteles de los pueblos de La Alcarria.

 

 

 

1 comments

  • Magnífico itinerario nos propone Javier Ubach a través de los entresijos y las rodaduras de Cela en su Viaje a la Alcarria. Acompañamos al autor en su periplo y el articulista marca con claridad los hitos de su deambular alcarreño. Buen viaje a quien emprenda la lectura de esta reseña!

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