El vuelo a Sidney despegaba a las 08.30, pero yo no podía abordar todavía el avión. Estaba desayunando en una de las cafeterías del aeropuerto, que parecía multiplicarse al infinito a medida que uno se acercaba a sus teóricos límites. Así yo y todos los consumidores de la cafetería, junto con ésta, teníamos a nuestra disposición mil vidas multiformes, mil formas de vida en espejo en las que todos, inconscientemente, estábamos perdidos, escindidos, demediados y fatigados, con la fatiga espiritual que tiene la fuerza para romper los cuerpos y las vísceras, los ojos y las manos. Y así, manco y ciego, yo no podía subir al avión.
En ello estaba cuando me trajeron el café que había pedido. La camarera depositó la taza sobre el velador y abandonó la jugada en ese instante, dejándome solo ante un hecho consumado. ¿Qué hacer? ¿Me tomo el café, le remuevo el azúcar, separo la taza con su platito del borde de la mesa? Elucubraba con rapidez para resolver la sarta de problemas que se habían planteado de pronto. No encontraría respuesta, de eso estaba seguro, y esa seguridad no me hacía ni más ni menos feliz, sólo me daba para seguir absorto en mi autocontemplación. Necesitaba, y rápido, pues se estaba enfriando el café, un acicate para huir ni que fuera un instante de mi mismo y de aquel aeropuerto y hasta de la paradisíaca Sidney.
No sabía qué hacer, y menos qué pensar. La vida semiseria, semicontemplativa tiene estos contratiempos, pensé, y al hacerlo observé la superficie del café. Era brillante y algo espumosa. Neutralizaba algo mi ansiedad y ello me dio ánimos para esbozar una media sonrisa, mas no para tomarme el café.
Y en ese preciso instante, irrumpió en la cafetería ella, la bella de Samos, de Fidias, de Fra Angelico, de Leonardo, de Rembrandt, de Rodin, de Modigliani, la bella entre las bellas, recién encarnada. Era, sencillamente, ella. Así que me rendí ante la suprema y salvífica visión, me tomé el café y partí para embarcar hacia Sidney, volando mentalmente los 20.000 km que todavía restaban por cubrir. Supe que desembarcaría y que cumpliría todas las expectativas del viaje, aún las más locas y peregrinas. Acto seguido tragué un comprimido de Lexatín y me dispuse a mimar los movimientos precisos, en su orden exacto, que me permitirían rehacer el viaje, concretamente, del modo propuesto. Así fue.
Y cuando me desperté, Sidney estaba allí, al alcance de mi mano, tras una noche y un día disueltos en el sueño reconfortante. Recordé a la bella entre las bellas y recé por ella, porque no podía dejar de pensar que algún loco, en alguna punto de su vida futura la mataría para privar al mundo de su belleza y guardar en sus ojos la postrera imagen de su, estaba seguro -y babeaba al imaginarlo- bellísima agonía, sólo para su desdicha y consuelo. Supe que el asesino no sería yo, lo que no me hizo sentirme aliviado, antes al contrario, me sentí molesto y conturbado. Pero molesto y conturbado eran mis apellidos verdaderos.
Con lo que al oír mi nombre en mi pensamiento sentí la llamada del nuevo día que alumbraba ¿qué alumbraba? Sabía que no reconocería a Sidney por más que nunca hubiera estado allí.