Por NACHO CABANA
Es muy coherente consigo misma la obra de Alberto Conejero que hasta el día 16 de abril se representa en el Teatro Español de Madrid. Y también lo es la puesta en escena ejecutada por Julián Fuentes Reta.
Mateo, un hombre con un pasado que quiere olvidar vive recluido en los remotos bosques de Ushuaia, la ciudad patagónica que cierra la Argentina y que fue erigida a partir de un presidio. Al principio de la obra le vemos acompañado de otros dos personajes (Matthäus y Rosa) que creemos reales primeros y metafóricos después. La aparición de Nina, una mujer que se ofrece como cuidadora, comienza a provocar que la nube de recuerdos que envuelve a Mateo comience a aclararse definiendo a los dos caracteres que le acompañan en su soledad como fantasmas protagonistas de la historia que provocó en el pasado su exilio voluntario. Matthäus parece ser él mismo y Rosa, la mujer a la que amó.
Juega Conejero con bastante acierto a introducir nuevos enigmas en su texto apenas han sido aclarados los anteriores, dosifica muy bien la información y los giros al tiempo que sorprende al espectador en el desenlace de un espectáculo que comienza de manera bastante críptica y poco a poco va desarrollando una estructura de flashbacks que lo recomponen y otorgan significado. El tiempo actual va vertebrándose a partir de un conflicto concreto en paralelo al descubrimiento de los hechos que provocaron todo.
La puesta en escena apoya todo lo anterior, con una escenografía de Alessio Meloni presidida por unos árboles deformados por el viento y un sistema audiovisual de Néstor Lizando que subraya lo espectral del planteamiento. Deciden Fuentes y el responsable de la iluminación Joseph Mercurio no diferenciar mediante efecto alguno lo que es tiempo real y tiempo pasado, dejando que sea el espectador el que lo establezca, pero siendo más claro el juego de tiempos a medida que la cabeza de Mateo se va ordenando.
Algo más discutible es recitar en castellano los diálogos tanto del personaje alemán como de Rosa sin que ambos se entiendan el uno al otro. Crea una sensación de extrañeza que distancia del conflicto cuando sucede.
José Coronado está muy bien (aunque es un actor que, salvo en contadas ocasiones, nunca deja de ser él mismo) como Mateo; tiene la presencia y timbre de voz exactos para dar cuerpo a su antihéroe caído. Oliva Delcán lanzaba sus frases con soltura y desparpajo en una película parcialmente improvisada como La isla bonita (2015) de Fernando Colomo pero en Ushuaia no transmite ni la hondura ni tiene el sentido trágico de la existencia que su Rosa reclama como desencadenante del drama que mueve a los demás personajes. Se queda corta, pues, la muchacha pero mucho más grave es lo de sus otros dos compañeros de reparto.
Ni Daniel Jumillas ni Ángela Villar alcanzan ni siquiera los requisitos técnicos suficientes para subirse a las tablas del Español provocando incluso en ocasiones que se noten los pies del texto como si en un ensayo se encontraran. Y afectando, por consiguiente al desempeño de la estrella que lo protagoniza.
Porque, no nos engañemos, es la presencia del Coronado el principal reclamo de un espectáculo que probablemente resulte demasiado críptico para los públicos más tradicionales y demasiado conservador para los amantes de la experimentación escénica.
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