Probablemente el más interesante acercamiento que se puede hacer hoy en día a La rosa tatuada es verla a partir de lo que el público esperaba de su autor en 1951 y lo que él finalmente acabó dándoles.
En 1948, Williams había estrenado Verano y humo, obra con la que no logró repetir el éxito de su debut en Broadway (El zoo de cristal, 1944) ni por supuesto el de Un tranvía llamado deseo, texto que le hizo ganar el premio Pullitzer en 1948. Había, pues, que recuperar el territorio perdido y Williams decide empezar su nueva obra como el dramón que público y crítica esperan de él para ir poco a poco traicionando esa expectativa, convirtiendo el drama familiar en el viaje hacia la luz de una mujer apasionada.
Un accidente de tráfico en el que muere el marido (infiel) de Serafina (Clara Segura) seguido del aborto del hijo que de él esperaba (y que colmaba todas sus expectativas vitales) parecen encauzar el texto hacia el lado más oscuro de la institución familiar. Además, la relación de la protagonista con su hija Rosa (Marta Ossó) rememora el deseo de control que tenía Amanda Wingfield, la protagonista de El zoo de cristal, con la suya.
Pero he aquí que el coraje y la fuerza con que Serafina vive su drama personal (y que de forma natural podrían haberse utilizado para hundirla en la destrucción de ella y su entorno) se convierten poco a poco en la herramienta de su recuperación y proyección hacia un futuro optimista para ella y para su hija (que Williams sitúa siempre un paso por delante de su madre, mostrándole a ésta, sin querer, el camino de su recuperación)
El montaje dirigido por Carla Subirós con escenografía de Max Glaenzel que podemos disfrutar hasta el 2 de Febrero en el Teatre Nacional de Catalunya refleja maravillosamente este planteamiento. Para empezar, la directora abre totalmente el enorme escenario del Nacional a la vista del público. No hay una sola cortina o forillo. En el centro de la caja escénica (que vemos de proscenio a fondo, de arriba abajo y de derecha a izquierda) y sobre un altillo (como si de una colina se tratara) se sitúa la casa de Serafina, cerrada y convertida en la jaula donde la protagonista desarrolla su vida y pretende que la desarrolle su hija. Los otros personajes van y vienen pero rara vez entran; las escenas con las amigas se desarrollan sobre todo en los alrededores. Como la fiesta de graduación, como ese personaje a medio camino entre una bruja y la muerte que ronda a la protagonista pero que (una vez ocurridas las dos primeras tragedias iniciales) no vuelve a poner sus garras sobre ella.
En las paredes exteriores de la casa de madera, Àlex Serrano y Josep María Marimon proyectan algunas (hermosas) imágenes que remiten a lo que pasa fuera de campo. El habitáculo gira sobre sí mismo para situar siempre frente al espectador el espacio interior en el que se desarrolla cada escena. Se consigue además un efecto muy cinematográfico durante la escena de sexo entre Serafina y Álvaro (Bruno Oro) al compaginar el movimiento de los actores dentro de la casa con el movimiento circular de ésta (acompañado de un ajustadísimo juego de luces obra de Mingo Albir)
La pasión que salvará a Serafina es encarnada, con absoluta y total entrega, por una inmensa Clara Segura, que da cuerpo, alma y todo lo demás a una mujer incapaz de racionalizar sus sentimientos. Ver a esta actriz sobre el escenario durante tres horas es un deber para todo amante del teatro. Ya estuvo genial en Incendis (2003 de Wajdi Mouawad) en el montaje de Oriol Broggi para el Romea pero créanme que aquí parece por momentos que estamos viendo a la Magnani.
A su lado, todo el resto del elenco palidece. En parte porque los eclipsa la protagonista, en parte porque sus personajes están escritos exclusivamente en función de Serafina, condenados a darle la réplica o simplemente a ser catalizadores de sus emociones y evolución. Marta Ossos logra no desentonar frente al monstruo escénico que tiene delante (y es mucho) mientras que Subirós se lleva a Bruno Oro a un territorio colindante con la comedia que marca el punto de inflexión en la vida de la protagonista. Por el contrario, la caracterización de Alicia González como Estelle Hohengarten, la amante del difunto, resulta demasiado plana y tópica.
Es una lástima que Subirós no sitúe en ningún momento los laterales de la casa frente al espectador, obligando a ver alguna escena a través únicamente las pequeñas ventanas y obligándose a una composición de campo en profundidad que habría acercado el conjunto a la adaptación cinematográfica que Daniel Mann rodó en 1955.
La rosa tatuada
Autor: Tennessee Williams
Traducción y dirección: Carlota Subirós
Actores: Pepo Blasco, Rosa Cadafalch, Màrcia Cisteró, Montse Esteve, Oriol Genís, Alicia González Laa, Antònia Jaume, David Marcé, Bruno Oro, Marta Ossó, Clara Segura,Teresa Urroz.
Producción del Teatre Nacional de Catalunya
Escenografía: Max Glaenzel
Vestuario: Marta Rafa
Iluminación: Mingo Albir
Sonido: Damien Bazin
Teatre Nacional de Catalunya
Sala Gran
Del 12 de diciembre de 2013 al 2 de febrero de 2014