Después de siglos de insomnio, abrumado por la claridad, el Creador abre el segundo cajón de la mesilla –el mismo en el que guarda animales y mares– y extrae un papel negruzco lleno de pliegues. Lo desdobla con cuidado, lo extiende por todo el firmamento. Coloca puntos de luz sobre las arrugas chicas. Con espirales multiformes ocultará las más grandes. Cuando por fin termina, sonríe satisfecho, listo para volver a casa. Pero es tal la tiniebla que no ve donde coloca el pie, se tropieza y cae. Rueda y rueda sin cesar en aquel inagotable crepúsculo hasta que, finalmente, un agujero negro lo engulle.
Un tiempo más tarde se hizo otra vez la luz. Dios ya no estaba allí para verlo.