Lejos de la visión poética y un poco oficial del régimen político chino que son las películas de Zhang Yimou, o de las historias amorosas de Wong Kar Wai, Jia Zhang-Ke (Fenyang, 1970), autor de Naturaleza muerta (León de Oro del Festival de Venecia 2006) y del documental Historias de Shanghai (2010), hurga en la moderna y real China, un país contradictorio en el que convive el mundo tradicional junto a un desarrollo brutal, la heterodoxia comunista junto a un capitalismo salvaje, y de esas placas tectónicas que colisionan constantemente se genera esa violencia que preside la película.
Cuatro son los episodios, más o menos entrelazados, de los que se sirve Jia Zhang-Ke para orquestar esta visión global de los desarreglos funcionales de su país, ambientados en otras cuatro provincias y protagonizados por personajes muy diferentes pero de un estrato social bajo: explotados por los nuevos gerifaltes. Puede que la primera historia, interpretada por ese tosco e indignado minero Dahai (Jiang Wu) que denuncia la corrupción de los dirigentes locales a la hora de vender una mina de carbón y quedarse con sus beneficios, sea la más potente; Dahai, como vaquero solitario o como desesperado samurái, tras ser desoído en sus quejas (y debidamente machacado a golpes de pala, lo que le hace acreedor del apodo burlesco de bola de golf), y ante la poca solidaridad de sus compañeros de penurias, decide solucionar su conflicto de manera tarantiniana. El segundo episodio, protagonizado por el diminuto Zhou San (Wang Baoqiang), un emigrante que se desplaza a bordo de su moto y roba y mata sin piedad en sus desplazamientos, es oscuro: no sabe nada el espectador de las motivaciones de la conducta violenta y antisocial del personaje salvo su desarraigo laboral, que lo hace estar un día aquí y otro allá, y su afición por las armas de fuego que ayudan a su sustento. La explosión de violencia de Zheng Xiao Yu (Zhao Tao, la protagonista de La pequeña Venecia), que recibe una paliza a manos de la esposa de su amante y pierde a éste en un accidente ferroviario, contra un cliente acosador de la sauna en donde trabaja lavando ropa, está ligeramente salida de madre pero justificada por ese acoso con el que el rijoso mandatario local abofetea repetidamente a la muchacha con un fajo de yuanes, metáfora nada sutil: el dinero la hace puta, como diría el personaje de Gerard Depardieu en Novecento de Bernardo Bertolucci. El último episodio, protagonizado por el joven Xiao Hui (Luo Lanshan), que cambia su trabajo en una empresa de ensamblajes por la de recepcionista de un bar nocturno de moda y allí se enamora de una joven y bella prostituta, tiene un final tan abrupto como inexplicable.
Las cuatro historias que componen este estudio de la violencia en la China actual son muy descompensadas y el metraje de la cinta se alarga en demasía. Lo más interesante del film de Jia Zhang-Ke, a ratos áspero y tosco en su concepción formal, es la visión de esa China hiperdesarrollada que está generando desigualdades sociales atroces, migraciones masivas forzosas con el consiguiente desarraigo, bolsas de pobreza e injusticias, y, como consecuencia, estallidos de violencia individuales que arañan al sistema. Salvo en su último capítulo, protagonizado por dos jóvenes de belleza efébica, podríamos estar hablando de una estética deliberadamente feísta—se palpa la mugre, se huele la irrespirable contaminación que nunca deja el cielo de los fotogramas, se ve la bajeza moral de sus personajes e incluso su fealdad física (buen casting entre los mineros del primer episodio, sucios y de facciones toscas, frente a la sofisticación del jefe y su esposa que aterrizan en un jet privado para ser aclamados)—y Jia Zhang-Ke nos muestra sin reparos el retrato de esa nueva casta social y política que ha surgido al socaire de la reconversión del maoísmo en capitalismo salvaje cuando filma a los clientes del burdel en donde se desarrolla la mayor parte del último episodio con chicas con minifalda disfrazadas de jóvenes guardias rojas que alegran a los rijosos arribistas de la clase dirigente.
Un toque de violencia es un film social disfrazado de cine negro y, en ocasiones, de fantástico—Zheng Xiao Yu vagando por la oscura carretera con el cuchillo en mano y la ropa ensangrentada tiene mucho del cine nipón gore de fantasmas—y de wuxia pian, el cine de artes marciales chino, que dibuja una China muy poco amable.
La cinta de Jia Zhang-Ke ha tenido enormes dificultades en su país, tantas que no se ha estrenado por la visión nada halagüeña y crítica de la realidad china que refleja el cineasta en sus imágenes. Jia Zhang-Ke ilustra en su película cuatro muertes reales, tres asesinatos y un suicidio, que tuvieron lugar casi al mismo tiempo en cuatro provincias de China, Shanxi, Chongqing, Hubel y Guandong, de norte a sur, para tratar de explicar esa violencia repentina y pregunta sin dar respuesta. Con todas sus limitaciones narrativas y estéticas, Un toque de violencia es un film tan interesante como descompensado con influencias de Tarantino y Kitano que quizá marque el inicio de un cine negro y social en el imperio asiático.
Un toque de violencia es quizá un toque de atención al gigante asiático que está creando una enorme brecha social en su país entre ricos y pobres.