«Último tango en Auschwitz», de Andrés Sorel

«Último tango en Auschwitz», de Andrés Sorel

Nadie habla de Auschwitz; si habla, no comprende nada; si comprende, lo olvida enseguida.

Ley de Auschwitz (sin autor)

Hay quien asegura que sobre la Alemania nazi ya se ha dicho todo lo que se podría decir, que volver a este asunto no es más que quemar las tintas sobre un tema escabroso en un intento de esclarecer un periodo histórico que conviene olvidar.

Y entonces, como un fantasma que nunca desaparece por completo (en España lo sabemos muy bien), comparece la memoria, esa ingrata invitada que arremete contra los mejores deseos de encontrar en el pasado siquiera un vago impulso que nos aliente a la hora de dar con la clave de un futuro mejor. Aunque el recuerdo, en demasiadas ocasiones despiadado, no confiesa más que lo que ya nos temíamos: que todo se repite, que el viejo adagio latino eadem, sed aliter (lo mismo, pero de distinta forma) domina el mundo y el paso del tiempo. Que el samsara hindú predomina. Que la rueda de Ixión nunca se detiene. Y quizás, sólo quizás, sea cierto.

¿Cómo se puede desde la normalidad narrar la anormalidad, y más hoy día, cuando todo se convierte en espectáculo: la literatura, el crimen, las guerras, el amor, la muerte?

Último tango en Auschwitz, Andrés Sorel

En Último tango en Auschwitz (Akal, 2013, 256 pp, 16 €), novela postrera del celebrado escritor segoviano Andrés Sorel (1937), se hace frente a esta delicada tesitura a la que se enfrenta toda vida humana, tomando como referencia uno de los paradigmas políticos y sociales más nefastos de la historia: el holocausto nazi. A través de una prosa delicada -aunque directa y severa- , que no tiene reparos en llamar a las cosas por su nombre, Sorel nos introduce en la realidad de los internos que, día a día, dejan de enfrentarse al enemigo declarado para tomar como verdadero frente de combate el sí mismo. Un sí mismo que, incluso, llega a perder su propia identidad: «Contemplo los números grabados en mi antebrazo izquierdo: 178.825. Ése es mi nombre».

Lo peor llega, y por eso se transforman en musulmanes [en el lenguaje del campo, esqueleto viviente, que ha perdido las ganas de vivir, al que evitan el resto de los prisioneros], cuando dejas de sentir, cuando ya no te molesta el viento, la humedad, el frío, el olor a muerte. Y sobre todo cuando no sientes hambre. Ese es el camino que conduce al fuego. No lo olvides, muchacho. No lo olvides si quieres sobrevivir al infierno.

Último tango en Auschwitz, Andrés Sorel

Pero nada es fácil cuando «el viento del oeste trae el hedor a muerte», cuando los internos observan cómo innumerables niños, ancianos, hombres y mujeres pierden sus nombres e historias para «regresar a la nada»… en vida.

Sorel juega, en un giro inteligente y atractivo desde el punto de vista narrativo, con la pluralidad de perspectivas que se dan en el campo de concentración. Para algunos, éste presenta la más absoluta tragedia del hombre, mientras que para otros no es más que un paso inevitable para la consecución de un fin mayor (en un enfoque, se podría decir, hegeliano).

Y es que, puede que recordando a Marcuse, el autor explica por boca de uno de los personajes que «el nazismo no es una anécdota o un paréntesis en la evolución de la historia, sino consecuencia de la civilización y el progreso encauzados de una manera unidimensional».

Tal vez el verdadero drama resida en este punto: en que el holocausto se llevó a cabo, como nos deja caer Sorel en más de una ocasión, en nombre de un ideal de la razón. Ni siquiera los -llevados a gloria- progresos científicos (tan “racionales”, tan «civilizados») parecen constituir un claro avance en lo que a la contención del mal se refiere. Más bien parece suceder todo lo contrario. El ejemplo de la Alemania nazi muestra cómo los ideales del progreso pueden llegar a invertirse para desembocar en una absoluta autodestrucción radical de la razón. Como apunta Sorel en una magnífica sentencia de la novela que os presento, «En los campos de exterminio murió también el lenguaje», o más adelante, «Lo que no puede ser concebido tampoco puede ni contarse ni entenderse. Era la propia civilización la que se había vuelto irreconocible».

Si el silencio obligado de los pocos que saben entre la masa ignorante y ciega es ya de por sí siniestro, resulta verdaderamente aterrador el espectáculo de una muchedumbre donde todos saben y se callan, donde cada uno lee la verdad en la mirada huidiza o aterrada de los demás.

Thomas Mann, Doktor Faustus, XXXIII

El nazismo inventó una forma de criminalidad que, se puede decir, pervirtió el concepto mismo de crimen: este es cometido en nombre de una norma racionalizada y no, como en el caso de Sade, como una transgresión de los convencionalismos sociales o como una pulsión no domesticada. Günther Anders (1902-1992) pensaba que todos nosotros podemos vernos implicados, sin saberlo e indirectamente (cual piezas de una máquina), en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y que, de poder preverlos, no podríamos aprobar. Si algo ha provocado la tecnificación de la existencia es la posibilidad de que seamos, en expresión de Anders, “inocentemente culpables”.

Pero precisamente por esa condición de inocente culpabilidad hay que atreverse a nombrar lo innombrable, a interpelar a la memoria y armarnos del valor necesario para reconocer -como explica magníficamente Andrés Sorel en una afirmación que bien podría aplicarse a más de un problema social de la actualidad- que

si todos nos refugiamos en el silencio, sólo hablarán ellos, quienes no van a desaparecer, los fascistas. Y la multitud permanecerá como siempre, sorda y ciega hasta que alguien la necesite, espolee y la haga vociferar.

Autor

Licenciado en Filosofía, Máster en Estudios Avanzados en Filosofía y Máster en Psicología del Trabajo y de las Organizaciones. Editor y periodista especializado. Twitter: @Aspirar_al_uno

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