Por Rubén Romero Sánchez
La noche del 28 de agosto de 2014 recibí un mensaje en mi móvil del editor de mis dos últimos poemarios, Agustín Sánchez Antequera, en el que me decía que el actor Roberto Cairo había muerto. Impactado por la noticia, recibí inmediatamente después una llamada de la actriz Nazaret Jiménez-Aragón, pareja televisiva de Roberto durante dos temporadas en la exitosa serie Cuéntame… cómo pasó, para decirme que la había llamado el actor Juan Echanove para contarle lo mismo: Roberto había muerto de un cáncer que le diagnosticaron poco tiempo antes y del cual solo estaban informados sus más allegados.
Lo primero que me vino a la cabeza fue la última conversación que había mantenido con Roberto, meses antes, cuando me comentó que pretendía llevar a las tablas un nuevo montaje de La cantante calva de Ionesco, y me preguntaba por una buena traducción del texto. Aún no le habían descubierto el cáncer y, como siempre, estaba lleno de proyectos. Quería continuar dirigiendo sus cortometrajes cuánticos y volver al teatro, su verdadero espacio vital, el lugar en el que debutó siendo adolescente, «de casualidad», según me contó un día en su casa mientras me enseñaba una foto suya en su primera función.
Con Roberto se fue uno de nuestros grandes cómicos, un secundario de lujo, un actor inmenso y muy querido por el público, pero sobre todo una bella persona, un tipo auténtico, alguien que no le debía nada a nadie y como tal vivía, un iconoclasta. Era imposible pasar un rato con él y que no sucedieran cosas extrañas dignas del recuerdo; la mayoría no se pueden contar, pero de las que viví yo me quedo con aquella tarde de abril de 2013 en que Nazaret Jiménez-Aragón y yo dimos un recital poético en un local de Lavapiés. Le pedimos a Roberto que nos presentara y él, con la generosidad que le caracterizaba, nos dijo que por supuesto, y se presentó allí con un pendrive. «¿Para qué quieres eso, Roberto?», le preguntamos. «Es que os voy a presentar cantando un rap, y aquí tengo la base», respondió. Hasta ahí todo más o menos medio normal. El recital era a las 19.30, creo recordar, y empezamos casi hora y media después: en el local no tenían ningún aparato con un puerto usb. Roberto se puso a hacer bromas, como siempre. Sorprendentemente para un recital poético, había bastante gente, tanta que parte del público tuvo que estar en la sala adyacente, desde la cual también se veía el escenario. Y Roberto, que se había preparado un rap «apoteósico» y que quería cantarlo, preguntando cómo se podía solventar el incidente. Alguien dijo algo acerca de que podíamos ir a un videoclub que había cerca para que nos pasaran la música a cd, que por lo visto sí se podía reproducir en el local. Roberto y yo fuimos al videoclub, pero fatalmente aquel día el único responsable del mismo que podía hacer eso no estaba presente, así que nos recomendaron otro; allá que fuimos, pero estaba cerrado. Volvimos al local del recital, que llevaba ya bastante retraso, con el respetable por la duodécima consumición, y alguien nos dijo de ir a un «chino», que ellos lo hacían. Roberto y yo volvimos a salir, y entramos en la primera tienda, regentada por pakistaníes. Roberto entra muy serio, conmigo al lado, y dice con su voz profunda y un acento madrileño cheli: «buenas tardes, venimos a ver si esta música nos la pueden pasar a cd, pero tranquis, que no les va a hacer nada la SGAE, que es una copia legal». Los de la tienda, confundidos, nos dicen que no pueden hacerlo, pero que nos pueden vender los cds vírgenes para que lo hagamos nosotros. Al salir, Roberto me dice: «a ver si es me han visto cara de madero y se creen que les voy a cerrar el chiringuito. En la próxima sonrío un poco». Así en tres establecimientos, con el mismo resultado. Llegamos con las manos vacías al local del recital, una hora de retraso ya, y dice: «a lo mejor se creen que soy colega de Ramoncín«. Finalmente, resignado a que no se escuche la música que había preparado, Roberto comienza la presentación, haciendo la caja de ritmos con la boca, «el mejor beatbox a este lado del Manzanares», y se marca, coreado por el público, un rap que hace que la espera haya merecido la pena.
El día que el cuerpo de Roberto estuvo en el Tanatorio Nazaret y yo nos acercamos para saludar a la familia y amigos. Me pareció algo triste. Actores como él hay pocos y eché en falta más gente de la cultura. Vi realmente afectado al actor Pedro Mari Sánchez, que nos dijo que no se podía quedar más porque tenía ensayo en el teatro. Su gran amigo y compañero en Cuéntame Manolo Cal contaba anécdotas sobre él, escuchado por otros actores de la serie y familiares. En mi ingenuidad, pensé que incluso habría importante representación institucional. No imagino que en EEUU muera un cómico imprescindible como Steve Buscemi y parezca como si nada hubiera ocurrido. Roberto era incómodo porque no le bailaba el agua a nadie; todo lo que consiguió fue debido a su talento y esfuerzo. «Soy el próximo al que se van a cargar», decía a veces sobre Cuéntame, «como no seas una estrella ya no hay curro para gente de mi edad».
Con Roberto Cairo se fue un actor de la vieja escuela, uno de esos cómicos de la legua que retrataba su admirada El viaje a ninguna parte, la película que Fernán Gómez dirigió sobre su propia novela. Su filmografía es sencillamente impresionante, y su forma de estar en el mundo, disponible siempre para la gente que le quería, un ejemplo. El segundo mejor actor de España, como el decía, porque el primero murió de envidia. Hace tres años el noble arte del teatro quedó un poco más huérfano.