Tiempo fósil. Lo es porque hay un tiempo que yace bajo tierra, es decir, bajo escombros, cadáveres y detritus. Este es el tiempo del que nos habla Pilar Pallarés en Tiempo fósil (Libros de la Marisma, 2019, Premio Nacional de Poesía). Es un tiempo manchado de escayola, conglomerado, restos orgánicos. Pero no hace falta llevar guantes de látex para entrar en él; no son necesarios geles, mascarillas ni desinfectantes. Porque lleva todo tanto tiempo sepultado, sepultado en nuestro lenguaje, que crea palabras al tiempo que borra las huellas que les dieron origen, sepultado en nuestros huesos, que son evolución de otros huesos retorcidos y rotos desperdigados por quién sabe qué campos, sepultado en nuestras estanterías y armarios, que guardan secretos que ni siquiera sabemos que tenemos, lleva, decimos, todo tanto tiempo en ese fondo de armario que sólo un lenguaje que no sólo bucee en la memoria, sino que la recree, que la recomponga, puede rescatarlo.
Y es que este tiempo merece ser rescatado. No está compuesto de instantes, ni es una época fija, sino una cristalización, una articulación del cuerpo, un apéndice corporal que podemos ser nosotros, un fruto maduro, el grito de un animal o la memoria de un abuelo. Transmite poca esperanza, es cierto, o ninguna, porque desde esta perspectiva del tiempo no solo somos mera repetición: estamos ya en el mismo plano que los antepasados como las formas naturales dan luz a generaciones idénticas una tras otra.
“Esta luz de verano / nace de un desajuste de las fórmulas secretas / (¡anda tan bajo el sol!) / pero el mundo se repite. // Como un cuerpo que tarda en ser consciente / de un vacío en el abdomen, / el cerebro insistiendo en mandar órdenes / a los órganos extirpados”.
Pallarés sabe que hay un tiempo exterior, mejor dicho, varios: al menos uno anterior, fundacional, que da pie a hablar sobre infancia y antigüedad; otro, posterior a este, es decir, paralelo al nuestro, o quizá sombra y fundamento del nuestro, donde se da cuenta de la descomposición de lo presente, como un hilo schopenhaueriano, un bordón de silencio para nuestro ruido o de grito para nuestro silencio. Y un tiempo, finalmente, positivo, medible con engranajes -aunque también, no se nos olvide, con la luz sobre los árboles, con el sol sobre la piedra, con arena y agua.
Lo que separa un tiempo y otro es lo que separa la conciencia de lo inconsciente, el espacio del tiempo si admitimos, como apunta este libro, que todo son, que todos somos, manifestaciones en realidad de un tiempo fósil. Este abismo abierto entre uno y otro, entre los miembros del cuerpo, entre las personas, entre las vigas, en las líneas del sonido, esta separación que aprovecha y explota las grietas de los edificios, los surcos de la piel, nos deja vacíos, desnudos, y, mientras desaparecemos, permanece. Es este tiempo una buena metáfora también del ciclo de generación y corrupción, de la vida sublunar, una vida aplastada por fuerzas “antihumanas”. ¿Históricas?, tal vez. No se habla de historia en este libro. Parece que el derrumbe no pertenece a uno u otro acontecimiento, sino que todos lo llevan inscrito, escrito en las entrañas, como las botas llevan ya algo de muerte, como el río arrastra desde su nacimiento sangre más que agua. “La puntera de una bota de gigante. / Hebillas y correas / y debajo, alentando, los huesos. / Perdona, papá, que aún no me detenga: / sigo sin mirar atrás. / Una fuerza antihumana / aprieta, distiende, abate / se rompe contra los cartílagos, / me cambia y me desnuda”.
Pallarés enfrenta al lector con su intimidad, que es su muerte. “Cortesía de la muerte, / la vida, / con una semilla de tiempo germinando dentro”. La voz oscura crece dentro de nosotros, semilla de nadie porque “La voz que podría dar no tiene sustento”, semilla de nada. “¿Fuimos el efecto que hace, / al chocar con los cuerpos, / la luz de una estrella muerta? // Carne tal vez, ahora, / si nos acoge la tierra”. Semilla de nada, ni del bien, ni del mal, porque sólo cobrará sentido una vez que desaparezca y en el estrecho hueco donde nos echan para confirmar que nunca brillamos, sino que, como mucho, prolongamos el apagado cual “estrella muerta”, en esa estrecha franja de tierra cabemos nosotros, pero no cabe la moral.
“Aquí estoy, como fruta caída, abismándome. / Se cerró sobre mí el párpado de la tierra / pero aún los siento caminar con inquietud, / sin saber que yo soy el estrato más profundo de aquello que dejan […] Arqueología breve: / cuencos, / huesos, / pelo muerto de perro, / hojas de limonero”. La tierra que nos cubra será ácida. Nuestro pelo no será nuestro. El párpado que se cierre, tampoco.
Desesperanzada, oscura, pero iluminadora, es la lectura de este “Tiempo fósil”, versos que contribuyen a excavar en el tiempo.
Federico Ocaña
Pingback: Relación de publicaciones, colaboraciones en revistas y magazines – haces. muros