Muchos asientos vacíos había el pasado 10 de abril en el Auditorio Nacional para escuchar el programa de fusión entre el rock y la música culta que planteó el Taller Atlántico Contemporáneo. Viene pasando desde los inicios del ciclo Fronteras del Centro Nacional de Difusión Musical, en el que se incluía. Este ciclo, que se hace siempre en la sala de cámara del Auditorio, pretende mostrar en cinco conciertos por temporada algunas propuestas españolas e internacionales de músicas que andan entre dos aguas, entre lo culto y lo popular, la alta y la baja cultura, con la sanísima y loable intención de argumentar que de hecho no existen dichos dos ámbitos como compartimentos estancos, que la música culta contemporánea (y la clásica, y la barroca y la antigua) es vanguardista, audaz y tan poco conservadora como lo es el jazz, el rock o el flamenco y que perfectamente se puede fundir con las mencionadas músicas populares, pues se comparten armonías, ritmos y un mismo espíritu de libertad (aunque sujeta a reglas de composición) ante el papel pautado, de manera que con una serie de adaptaciones instrumentales ya se tiene el mejunje montado. Y suele ser un mejunje exquisito. Pero el público objetivo de este tipo de propuestas viene demostrando no apreciar más que lo que está de moda (Silvia Pérez Cruz, que de todos modos estuvo impecable) o se encuentra tan consolidado que es todo un acontecimiento cultural (Michael Nyman o Philip Glass, aunque es comprensible que resulte emocionante ver a este último elaborando una retrospectiva de su obra con su ensemble histórico). En cambio, propuestas interesantísimas pero sin nombre pinchan una y otra vez. No podría asegurarlo, pero tengo el vago recuerdo de que no se llenaron los conciertos del Proyecto 20/21 dirigido por Joan Cervera (con versiones para orquesta de cámara de clásicos de Frank Zappa mezclados con obras de Pierre Boulez y Edgar Varèse) o de Neopercusión y Markus Stockhausen, que improvisaban con marimbas, timbales, gongs, campanas tubulares y todo tipo de instrumentos para golpear, además de la trompeta eléctrica del hijo de Karlheinz Stockhausen. Eran propuestas difíciles, pero fascinantes y muy adecuadas al concepto de frontera que define el ciclo.
Lo que se perdieron los modernos por menos de diez euros el otro día fue una curiosa selección de piezas contemporáneas ligadas de una u otra manera a la historia del rock, un divertimento en el que no obstante la fuente de inspiración popular no estaba demasiado patente. No era fácil asirse a las armonías y el tempo del rock o el folk de Bob Dylan, Elvis Presley y Siniestro Total, que eran los leitmotive de las composiciones que se pusieron sobre la mesa; de hecho, sonaba a ratos atonal, aunque en otros momentos predominaba el tonalismo. Las obras pudieron gustar más o menos, pero todas tenían un gran valor musical y, lo que es más sorprendente, espectacular. Pues en la primera de ellas, «Visita turística a “The Land of Opportunity”» (2012), de Javier López de Guereña (1957), compositor prolífico y colaborador habitual de los Siniestro, no solo tuvo el aliciente de jugar a identificar los temas del grupo vigués en la partitura para cuerda, viento y marimba, sino que contó con el sobresalto de escuchar al propio Julián Siniestro tronando desde el patio de butacas. Y en la segunda, «Dead Elvis» (1993), de Michael Daugherty (1954), el papel solista está reservado al fagot y parece que es costumbre que, como sucedió en el Auditorio (con Álex Salgueiro), el fagotista salga disfrazado del estereotípico Elvis de su época decadente (y que acabe la ejecución de la partitura desplomándose en el suelo). Y en la tercera y última, «Mr. Tambourine Man: 7 poems of Bob Dylan» (2000; 2006), de John Corigliano (1938), la música resultó a mi juicio un tanto tediosa, pero la lectura vocal que propone de las letras del músico de Minnesota y, sobre todo, su interpretación a cargo de la soprano Carmen Gurriarán deslumbraron. No podían sonar más distintas de los originales registrados en los discos de Dylan –ya sabemos que en directo el propio autor viene transformándolos de manera radical– estas adaptaciones de «Blowin’ in the wind», «Masters of war», «All along the watchtower» o «Chimes of freedom», entre otras; no estaba el Dylan que transformó el folk y el rock and roll, pero sí el Dylan poeta y sus subyugantes versos.
En fin, creo que como propuesta de frontera entre estilos musicales, entre la alta cultura y la cultura popular, la selección del conjunto dirigido por el curioso Diego García Rodríguez –digo curioso porque su manera de dirigir implicaba una cierta pose de artista pop o indie– no era del todo adecuada (aunque menos adecuado fue el título del programa: tendría que haber sido «Rock re-visited» en lugar de «Pop re-visited»; incluso no revisitado, sino reescrito o directamente transformado). Sí, la inspiración venía del rock, pero no se escuchó rock en los poco menos de sesenta minutos que duró el concierto. Aun así, fue una tarde memorable que muchos habituales de este ciclo se perdieron. Peor para ellos.