Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso (una de las siete maravillas del mundo) para que su nombre pasara a la posteridad.
Lo consiguió.
¿Qué tenemos si ponemos en la balanza a un lado “Eróstrato” y al otro “el templo de Artemisa”? Dos nombres que pesan lo mismo.
El pasado, si bien remoto, no pesa más que por el peso de los legajos que contienen su historia. Así pasará con nosotros, y eso si hay suerte.
El futuro es un imponderable, y por tanto, flatus vocis. No pesa nada, o casi nada.
¿Y el presente? El presente nos oprime, nos agobia y nos inunda de su verborreica prosodia que tanto llena las bocas de tantos y tantos predicadores del signo de los tiempos.
Sabemos que vivimos pero no vivimos para saber, desgraciadamente. Lo único que nos salvaría sería una gran ola que anegara todo a su paso y dejara a unos cuantos supervivientes preocupados sólo de sí mismos.
Pero como eso seguramente no va a pasar tenemos que lidiar con el peso del presente sobre nuestras cabezas y hundiendo nuestros hombros y nuestros pechos. En un lodazal. El lodazal del conformismo y la vacuidad.
La nada es el contenido más habitual del presente. Casi siempre acompañada de naderías. Y la vida humana se caracteriza por sobrenadar o chapotear en ese lodazal. De nada nos sirven la inteligencia, supuesta, o el valor, que se supone.
Somos meros hocicos y bocas boqueantes que capturan la nada envuelta en porquería y nos la comemos. Sí, la deglutimos y digerimos y defecamos y vuelta al lodazal y vuelta a empezar.
Nada nos va a salvar. Tenedlo presente. El destino de los hombres es vivir en la crueldad y la inmundicia mientras tengamos que seguir cultivando los campos y arar la tierra. Es el destino al que nos ató el Neolítico y de ahí no salimos.
Pero el excedente, mal repartido, tiene por virtud generar la raza de los artistas, ese polvillo que cubre a ratos la superficie del lodazal. Y los artistas vienen y deambulan un instante y caen y se levantan y vuelven a levantarse.
Para señalar la luna con el dedo y lograr así el milagro estúpido de que les miren el dedo. Y si alguien mira el dedo ya está perdido porque ha elevado, por un instante repito, por encima del lodazal, una imagen o un sonido.
Y ese sonido, palabra o música, y esa imagen, condensan todo aquello en lo que creen los humanos, muy a pesar suyo. El pasado y el futuro.
Y vuelta a empezar.