Por Rubén Romero Sánchez
Los escritores y los directores de cine tienen (¿tenemos?) algo en común: independientemente de lo que cuentes, a los dos minutos o a las dos páginas uno se da cuenta de si sabes lo que estás haciendo o no. A mí, como lector y como espectador, más que la anécdota argumental me interesa el modo en que me convencen un libro o una película de que esa historia que leo o que veo es también la mía. Y es entonces cuando abro un libro del que no sé nada, del que no tengo ninguna noticia previa, ninguna esperanza preconcebida, ni siquiera un breve comentario en la contraportada en el cual sustentar mi prejuicio elitista, y descubro nada más empezar:
“a veces el frío, como el dolor, nace fuera pero se instala dentro, permanece dentro hasta que nos cambia” (Pág. 14)
En ese momento intuyo que ahí hay un autor; pero uno, que no es nuevo en estas lides, ha aprendido a no emocionarse por vanas coyundas con lo literario, y continúa leyendo esperando encontrar moderneces para las que, definitivamente, no tiene edad y, oh sorpresa, no las halla, así como tampoco vacíos preciosismos estilísticos ni pretenciosas farragosidades autocomplacientes; no, tan solo hay una historia con unos buenos personajes y un autor que sabe lo que se hace; es decir, lo más difícil de encontrar.
¿De qué va esta primera novela de Juan S.T. Urruzola? De la vida, qué quieren que les diga, de capturar el instante, de ser fiel a lo que uno cree de sí mismo, del tiempo que no volverá, de la redención de los hombres, de los sueños que nunca se consiguen y, quizá, de todo lo que nunca llegaremos a poder perder. El protagonista es un español que se ha mudado de Nueva York a México y no consigue olvidar a una mujer. Entre tanto, Urruzola apresa lo cotidiano a través de unos maravillosos diálogos, o monólogos, de personajes extraños, complejos y, sobre todo, perdidos y exasperantemente humanos, en una sucesión de capítulos en los que, literalmente, no ocurre nada, pero que en sí dan forma a todo un universo real de doloroso lirismo (la historia de Nombre de Hijo, que pierde a su hijo porque se le cae de los brazos al vacío un día de borrachera es, desde ya, mítica), a la vez que simbólico.
El libro se divide en cuatro capítulos con los nombres de cuatro personajes (Huérfana, Nombre de Hijo, Darío Cebra y Mateo Sarsil) y un epílogo dividido en tres partes. Cada capítulo sería susceptible de ser leído a modo de relato independiente, pero juntos conforman una suerte de plataforma onírica desde la que despegan las miserias y grandezas de un hombre, Juan (trasunto del autor en esta novela autobiográfica ficcionada, o como la queramos llamar), cuyo vagar por el mundo adquiere sentido en el propio caminar, hasta convertirse en actor de una película que (este es otro de los grandes aciertos del libro) su director, Sarsil, deja que ocurra, como esos pintores impresionistas que trataban de captar la realidad como si eso fuera posible, como el libro que nos traemos entre manos, que también ocurre, como la vida.
Lo simbólico, como decíamos antes, está presente a lo largo de todo el libro, sobre todo en la metaficcional utilización de los mecanismos de la narración fílmica para reflexionar sobre el quehacer literario y, por qué no, la construcción de la propia identidad. La entrevista al cineasta Mateo Sarsil me recuerda a Truffaut con Hitchcock; los monólogos y diálogos, frescos y de la calle, perfectamente captados en todos su matices, me recuerdan a Bolaño; algunas frases sentenciosas, al Richard Ford más poéticamente contenido; los análisis de las películas y algunas descripciones, a la maestra Siri Hustvedt. Y para mí, todo esto son buenas noticias, me siento cómodo en terrenos que me recuerdan a los autores que admiro, pero que son absolutamente originales, personales y únicos, como los de esta novela, igual que un trabajador que regresa a su hogar al caer la tarde y sabe que, por fin, todo está en su sitio.
“Me gustaría llegar a ser solamente un traductor del idioma del mundo” (Pág. 176)
Starring Juan, J.S.T. Urruzola. Bruda, 2007. 218 páginas