Por NACHO CABANA
Resulta tremendamente gratificante comprobar que el paso del tiempo no afecta a la asistencia ni el entusiasmo de los habitantes del Sónar. Basta con ser medianamente observador cuando entras al Sónar Village para darte cuenta de que en el césped artificial y alrededores se concentran desde padre recientes con sus bebés (incluso gemelos) metidos en sus cochecitos con sus correspondientes cascos en las orejas (una imagen no por habitual menos bizarra) a dos ancianas que, al menos por una tarde, han sustituido el baile en el Casal de gent gran por ritmos electrónicos que les hacen exclamar divertidas: “Así que esto es eso del Sónar”.
Por no hablar de los que llevan yendo al festival desde su primera edición y disimulan con rapados y barbas largas que ya alcanzaron hace tiempo la edad en la que la gente como dios manda piensa que ya no se debe ir a conciertos. E incluso, una embarazada sujetándose la panza mientras bota.
Todo eso, y esto es el mérito, sin que el Sónar haya modificado sus señas de identidad, sin que se haya convertido en una simple marca bajo la cual unificar conciertos que nada tienen que ver entre sí.
De esta manera, en el Sónar de día hemos podido ver y escuchar a Kabeaushé, un keniata de preocupante delgadez y punk actitud acompañado por un esforzado teclista que ilustra los ritmos más bien cerrados que iba lanzando con afortunadas melodías bastante más suaves. Ambos, por cierto, vestidos con algo parecido a un traje de torero customizado entre el tecno y lo africano.
O a Marie Davidson, que, al menos de momento, parece haber dejado de lado su vocación por los sintetizadores ochenteros para lanzarse a una solo perfomance donde canta, baila y, sobre todo, maneja y lanza con bastante seguridad, ritmos no demasiado variados pero siempre eficaces. Un excelente teaser a lo que nos depararía Charlotte de Witte el sábado noche.
Pero, claro, es muy difícil competir o siquiera destacar cuando estás rodeando una sesión de tres horas de Laurent Garnier, mito indiscutible del Sónar y el tecno que empezó ofreciendo impecable house y poco a poco fue deslizándose hacia una sesión llena de tecno con beats tan rápidos como contundentes.
Retarlo es lo que intentaron VMO a.k.a. Violent Magic Orchestra, una de esas propuestas radicales que hacen que merezca la pena arriesgarse al elegir nuestra ruta por el Sónar. Con una vocación tan oscura como la planteada el día anterior por Blackhaine (y en el mismo escenario), el colectivo japonés que introduce el Black metal japonés en una batidora junto al techno de Rotterdam o el hard trance más veloz. Una voz “vómito de perro” acompañada por impactantes animaciones casi en su totalidad en blanco y negro sobre las cuales destacan los pinchos del peinado del alma matter del grupo mientras el único rostro que vemos claramente es el que iluminan los focos que la componente femenina dirige a público.