Somos nómadas de nuestra propia vida

Somos nómadas de nuestra propia vida

Así hacen los caminantes, se miran de hito en hito y, ladeando la cabeza, persiguen con la imaginación el camino fantaseado. Después frotan la cabeza de sus cayados con un paño y así haciendo recorren una o dos verstas más.

El caminante nunca sabe que haya lobos acechando en la noche. Sus ojos brillantes en la oscuridad siempre le sorprenden. Pero mientras reniega de sus creencias y echa mano de las piedras más afiladas que encuentra, camina a contracorriente para ocultar medio cuerpo, quizá, de las bestias rapaces.

Y quien se libra de las asechanzas y temores no gira ya más la cabeza en pos del camino ido, que se encuentra siempre tras de sí, es la primera ley del caminar: el pasado no debe volver a utilizarse.

Siempre se hace nuevo el camino, es el futuro que nos libera del peso del camino yerto, ya pasado, hundido como un surco que hemos arado con nuestro sudor y sobre todo, con nuestras contradicciones.

El futuro es libre, de indeterminados grados de libertad. Y siempre se presenta puntual a cada hora, a cada segundo en que debamos poner un pie delante del otro. La máquina del caminar es bien simple: camina quien sabe mirar y no dar un traspié.

Las bifurcaciones enamoran, hay que precaverse de ellas. Son sirenas que con sus cantos nos incitan al juego lógico del sí y del no, del blanco y del negro. Debemos evitarlas si es preciso creando un camino nuevo entre las dos sendas tendidas.

Caminar en círculos, de amplitud variable, desde unos pocos hasta miles de pasos, es el ideal del caminante que siempre ha de volver a recorrer lo andado para saborear el encuentro que nunca debe postergarse.

Pero, ¿a qué engañarse? Los círculos se trazan por cada caminante en su titubeo andariego o en su firme paso. Ninguna otra figura puede o debe trazarse pues del hombre hay que decir que siempre camina en círculos.

¿No es un círculo el que va del nacimiento hasta la muerte? ¿Acaso aprendemos realmente algo nuevo? No, toda la experiencia humana está condensada en el caminar siempre renovado y siempre preterido que no nos permite salir del círculo del nacimiento y la muerte.

Círculo vicioso habría que decir porque no por más conocido deja de hacerse una sola vez por cada vida humana. Se completa siempre, anchuroso o escaso, pero siempre se alza el espejismo que consiste en creer que lo vamos a poder contemplar desde algún altozano alejado…

Y siempre estamos abocados al camino, al caminar…porque no tenemos el don de echar raíces y suplantar de paso nuestra animalidad que nos incita a caminar, siempre caminar…

El regusto de la vida se hace brizna entre nuestros dientes. Podemos mellarlos para evitar saborearlo pero, ¿qué sentido tendría?

Autor

Soy José Zurriaga. Nací y pasé mi infancia en Bilbao, el bachillerato y la Universidad en Barcelona y he pasado la mayor parte de mi vida laboral en Madrid. Esta triangulación de las Españas seguramente me define. Durante mucho tiempo me consideré ciudadano barcelonés, ahora cada vez me voy haciendo más madrileño aunque con resabios coquetos de aroma catalán. Siempre he trabajado a sueldo del Estado y por ello me considero incurso en las contradicciones que transitan entre lo público y lo privado. Esta sensación no deja de acompañarme en mi vida estrictamente privada, personal, siendo adepto a una curiosa forma de transparencia mental, en mis ensoñaciones más vívidas. Me han publicado poco y mal, lo que no deja de ofrecerme algún consuelo al pensar que he sufrido algo menos de lo que quizá me correspondiese, en una vida ideal, de las sempiternas soberbia y orgullo. Resido muy gustosamente en este continente-isla virtual que es Tarántula, que me acoge y me transporta de aquí para allá, en Internet.

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