Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris, o el inconveniente de haber nacido

La novela Solaris de Stanislaw Lem vive y late con el reflejo de un niño en el espejo, sea éste el rostro de un piloto de helicópteros que sobrevuela el mar coloidal que cubre el planeta, o bien el infante divino de la hipótesis final de Snaut, el “confesor” y amigo de Kelvin, el protagonista humano del relato. Iba a añadir que hay otro protagonista, el océano inteligencia que los habita, ¿pero no será acaso el gigante que nos sueña, de Descartes?

Habitar un libro de filosofía, escrito en un idioma que nadie conoce (pero entonces, ¿cómo saber que trata de filosofía?)…Destino de letra herido que Lem inflige a los pobres moradores de la Estación solariana. La biblioteca, único espacio desprovisto de ventanas que den al autista océano exterior, refugio seguro de Kelvin en horas muertas, ¿acogería entre sus anaqueles semejante volumen?

En cierto sentido, toda la novela es un excursus, una acotación de la cogitación cartesiana fundamental, “Pienso, luego soy”. Gibarian, el suicida cuyo cuerpo es conservado en una cámara frigorífica, le pregunta en sueños a Kelvin cómo sabe que existe. Pregunta de lógica intachable puesto que del pensar no se deriva la existencia (recordemos que en sus últimas formulaciones, Descartes escribía “Pienso, soy”).

Pensamiento descarnado, desprovisto de todo lo que hace a la condición humana, es el habitante único de Solaris, tanto en el mar como entre los humanos de la Estación. Nada le resta al ser humano por hacer, parece decirnos Lem. Ni en la Tierra ni en el espacio por conquistar. Esto será así mientras no nos conozcamos a nosotros mismos, “Conócete a ti mismo”, vienen diciéndonos desde hace 2500 años.

Y si nos respondemos “Sólo sé que no sé nada”, ¿somos unos tramposos? ¿O estamos a punto de balbucir, de dejar de mugir como bebés? En pleno siglo XX, Lem nos dice que abandonemos toda esperanza. Así, el contacto alienígena es imposible. La comunicación es imposible porque puestos en la disyuntiva, en el límite de la psicosis, siempre respondemos con el solipsismo.

Y solos, alucinamos, Kelvin tiene a Harey, su antiguo amor, rememorado muy a su pesar en carne y hueso volviendo desde la muerte, ¿una alucinación? Kelvin acaba por descartarlo para vivir una nueva historia de amor que sólo puede ser trágico. Porque estamos condenados a la soledad, como los tres habitantes de la Estación, censados por la Tierra.

Ese es el mayor avance de la civilización, liberarnos de todo, de todos, y vagar por nuestro espacio vital solos, movidos por la inercia de la existencia sin sentido. En 1961, año de la publicación de la novela, siguen paseándose por el mundo los existencialistas. Lem filosofa mediante una imagen muy potente, el planeta-océano Solaris, primera criatura extraterrestre para la que “El infierno son los otros”, deja de tener sentido.

El autor poetiza con lo banal cotidiano, envuelto en el halo de fin del mundo cósmico que atrapa en su burbuja a los exploradores espaciales. No hay Armagedón, ni Apocalipsis, el fuego del cielo es el de los soles de Solaris, convenientemente tamizado por las celosías automáticas y el aire acondicionado de la Estación. ¿Pero hay Parusía, o segunda venida del Señor? El viejo mimoide de la escena final, suerte de ectoplasma surgido por unas horas del océano, parece guardar la esperanza de que “el tiempo de los milagros crueles aún no ha terminado”.

Mimoida

Y si hay esperanza, o se vive esperanzado, nada puede concluir, sólo volver a empezar una y otra vez. ¿Descubrimos que el tiempo es circular? Un tiempo mítico y sagrado sin ritos pero con oraciones, como la larga prez que es este libro, dirigida a un dios… imperfecto. Un dios que “ha creado la eternidad, que sería la medida de un poder infinito, y que mide sólo una infinita derrota”.

Ese dios, es el hombre, dirá Snaut. Pero sería un hombre solo, imposibilidad metafísica para el animal social que somos, viene a decir Kelvin. ¿El océano, tal vez? El océano es un infante divino, al que le queda un largo camino por recorrer… No podemos esperar que el océano sea el nuevo nacimiento del ser humano, ¿pero acaso queda otra salida?

Lem parece sostener el espejo que nos contiene, a todos y a cada uno, cada uno en su mismidad y encierro vitales, y lo pasea, no a lo largo del camino, sino en el interior de nuestra mente que rebosa de todo y nada, conciencia y sobre todo inconsciente. Un inconsciente que es el dios de la nada, de los nudos procesos mentales, de los cuales creo que alguien dijo alguna vez, que si los conociéramos seríamos dueños del Universo.

El Universo, afirma Lem, está vacío porque no lo podemos conocer ya que la incomunicación es la fuente de nuestra existencia. Y si comunicáramos surgiría alguien, el Otro, que mitificamos pero al que en realidad negamos como nos negamos a ser en tanto poseemos, guijarros o planetas. Y el planeta Solaris es nuestra posesión por antonomasia. La guarida en la que creemos poder escondernos y no ser descubiertos.

Pero el rostro del niño, que fuimos, que somos, siempre nos acompañará.

Solaris, de Stanislaw Lem, Editorial Impedimenta, 2013

Solaristas estudiando una simetriada

Autor

Soy José Zurriaga. Nací y pasé mi infancia en Bilbao, el bachillerato y la Universidad en Barcelona y he pasado la mayor parte de mi vida laboral en Madrid. Esta triangulación de las Españas seguramente me define. Durante mucho tiempo me consideré ciudadano barcelonés, ahora cada vez me voy haciendo más madrileño aunque con resabios coquetos de aroma catalán. Siempre he trabajado a sueldo del Estado y por ello me considero incurso en las contradicciones que transitan entre lo público y lo privado. Esta sensación no deja de acompañarme en mi vida estrictamente privada, personal, siendo adepto a una curiosa forma de transparencia mental, en mis ensoñaciones más vívidas. Me han publicado poco y mal, lo que no deja de ofrecerme algún consuelo al pensar que he sufrido algo menos de lo que quizá me correspondiese, en una vida ideal, de las sempiternas soberbia y orgullo. Resido muy gustosamente en este continente-isla virtual que es Tarántula, que me acoge y me transporta de aquí para allá, en Internet.

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