En la imagen el autor Marcos Gisbert, galardonado con el Premio Leopoldo Alas Mínguez 2019 para textos teatrales LGTBI+ por su obra «La armonía de las esferas«
Por Marcos Gisbert
La armonía de las esferas gira en torno al caso real de Billy Tipton, músico de jazz retirado, que muere de una úlcera en la Norteamérica de finales de los años 1980. Tras serle realizada la autopsia, el médico revela a la familia que sus rasgos sexuales y genitalidad responden a los de una asignación como mujer. La obra ha sido galardonada con el XIII Premio Leopoldo Alas Mínguez 2019 para textos teatrales LGTBI+, está pendiente de ser publicada en la editorial de la Fundación SGAE y, si las circunstancias sanitarias lo permiten, será objeto de una lectura dramatizada en la Sala Berlanga de Madrid el próximo mes de octubre.
América (los Estados Unidos de América) tiene sus mitos, y Billy Tipton no es uno de ellos. Por los motivos que fueran –desacuerdos entre las partes respecto a los derechos para contar su vida, no autorización familiar, una vida de plenitud que se resiste a ser glamurizada y atrofiada (anestesiada) por lo que Sinisterra llama “el fascismo mediático”–, es cierto que Billy reposa tácitamente en su tumba, muy probablemente aún desternillándose de risa por todos nosotros. Su cruzada en vida fue grande, por intensa, y quiso vivirla en soledad. Hacia la mitad de su vida, resolvió la tensión entre un rumor en los márgenes que deseaba situarse en el centro: se retiró de toda exposición mediática y, ante la oferta de publicar cuatro discos más en Hollywood en la década de los 50, a las puertas de que la estrella en que se estaba convirtiendo se hiciera supernova, decidió estabilizarse, instalarse en Spokane (Washington) donde había formado su trío musical y, junto a su nueva esposa, criar a tres hijos adoptados debido a un supuesto problema de esterilidad. ¿La causa? Solo tras su muerte en 1989 la conocimos: cuando nació, Billy fue asignada mujer.
A partir de aquí, todo se hace misterio, extrañamiento, duda, territorio velado. Aunque poseemos todo el itinerario de su trayecto vital (la crítica literaria feminista Diane Wood Middlebrook publicó una exhaustiva biografía en 1998, que ha servido como material de base para la documentación sobre el personaje), incluso estando las grabaciones de sus discos a nuestro alcance, necesitamos servirnos de los mecanismos empáticos del encuentro teatral para trasladar la fuerza interna de su alma. Lo más fácil sería trazar una biografía donde se suceden los hechos asépticos uno tras otro (y aun así encontraríamos momentos de extrañamiento).
Hay sin embargo un rumor, una voz casi poética que recorre toda su vida, quizá por tratarse de uno de los personajes que más brutalmente han hecho bandera de la causa feminista o queer ante todo el mundo y sin que apenas nadie lo percibiera. Pero ni siquiera ésa era su intención: Billy Tipton solo quería ser músico de jazz. En su historia se mezclan el mundo del espectáculo y los artistas itinerantes (fue él la versión moderna del juglar de plaza y camino), la reivindicación queer inconsciente o velada, y una lucha rabiosa, por insistente y tenaz, en la búsqueda de identidad propia. Espectáculo, travestismo e identidad. Billy Tipton es un crisol de identidades, un mosaico de voces diversas que no juega a buscar un sentido o trazar una forma si alejamos la vista, sino que nos invita a, o nos advierte de que abracemos la otredad porque está ahí y se manifiesta con sus actos. Nada de teorías psicologistas; es todo performatividad. Homo faber en estado puro.
Se trata de bucear en la polifonía de la historia de Billy y alrededor de Billy, al formarse, como escribe Dénis Guénoun para referirse a la experiencia teatral contemporánea, “identificaciones menores, por fragmentos: hilos, flecos o rastros de una experiencia antigua que regresa aquí y allá”. Sus hijos, que no entienden la noticia cuando se descubre, se refieren a él como “un padre ejemplar”, cuidador, atento. Sus esposas, al entrevistarlas, reconocen que, en aquella época (años 30, 40 y 50 del siglo pasado), el desnudo no se practicaba entre las parejas, y en la complicidad de la oscuridad íntima propia de aquellos años, mucho puede convertirse, haciendo uso de artefactos de misterio, en simulación efectiva. Así lo explican también los músicos que lo acompañaron, bien en el trío musical que llevaba su nombre, bien en las bandas en las que Billy trabajó. Incluso burló al Estado y sus registros: bien pronto pudo registrarse como Billy en la Seguridad Social, y con ese nombre figura en el carnet de conducir.
El sociólogo Erving Goffman, en su ensayo seminal La presentación de la persona en la vida cotidiana, refiere estas líneas que me parece oportuno rescatar para la pieza: “Probablemente no sea un mero accidente histórico que el significado original de la palabra persona sea máscara. Es más bien un reconocimiento del hecho de que, más o menos conscientemente, siempre y por doquier, cada uno de nosotros desempeña un rol. Esta máscara es nuestro ‘sí mismo’ más verdadero, el yo que quisiéramos ser. Al fin, nuestra concepción del rol llega a ser una segunda naturaleza y parte integrante de nuestra personalidad. Venimos al mundo como individuos, logramos un carácter y llegamos a ser personas”.
Billy y su máscara nos sitúan en la incómoda posición de ser testigos de la vivencia silenciada en nosotros. Nos permite indagar, desde el teatro, en lo que Sinisterra llamó “la resonancia del otro en lo otro que hay en mí… reunido con otros”. El jazz y el modo en que vive su sexualidad son sola contingencia (rítmica y luminosa, pero contingencia); la búsqueda de identidad y el modo en que construye su máscara, es materia de todos, indaga en la herida humana. Billy Tipton es la herida.