Por NACHO CABANA
Podría haber sido la película de inauguración de Sitges 2021 pero prefirió debutar en San Sebastián donde se fue sin premio. Pero no por ello, La abuela, el regreso de Paco Plaza al terror tras su satisfactorio (aunque irregular) paso por el narco-thriller gallego con Quien a hierro mata (película con la que su excelente realización de este año tiene algún curioso punto de contacto) ha querido renunciar al baño de multitudes que le garantiza el certamen catalán.
En nuestras crónicas de Sitges 2020 comentábamos la abundante presencia del “síndrome de cuidador” como temática de buena parte de las películas seleccionadas, Relic de Natalie Erika James a la cabeza. Y es tan terrible y realista temática la que aborda el imprescindible Carlos Vermut en su guion de La abuela, escrito conjuntamente con (y pulcramente llevado a la pantalla por) Paco Plaza.
Susana, una joven que se lo está pasando (como corresponde a su edad) estupendamente en París, donde tiene una carrera más o menos prometedora como modelo ve como todo su mundo se bruscamente interrumpido por una llamada del hospital madrileño donde acaba de ser internada la abuela (la brasileña Vera Valdez) con la que se crió y que, a sus ochenta y tantos años, ya no va a volver a poder vivir sola nunca más.
El equilibrio vital de la protagonista (una Almudena Amor completamente distinta a la vista en El buen patrón de Fernando León, infinitamente más sutil y matizada) se viene abajo, ella cree que de manera provisional, en ese momento. Con un estremecedor plano/contraplano rueda Paco Plaza el paso del glamour y las luces de neón a la infinita oscuridad por la que se adentra y que le espera en tiempos venideros y por mesurar.
A partir de ahí, La abuela renuncia a sustos fáciles articulados a golpe de música. El largometraje habla de la vejez y de la decadencia física y mental, sí. Pero nunca deja de ser una película de terror. Sus justificaciones y su tempo, su fotografía y su sonido ambiente (ese omnipresente sonido de las pisadas sobre el suelo envejecido de la casa) son las propias del género, nadie pretende engañar a nadie. Pero La abuela es también un film claustrofóbico a pesar de tener, como tiene, abundantes salidas al exterior que su director rueda con poca profundidad de campo para que los fondos queden permanentemente desenfocaros.
Un excelente tandem, por tanto, el formado por Plaza y Vermut que nos hace esperar con ansia la nueva película, ya rodada, del segundo.
Otro muy interesante título español a competición (este sí que necesita todo el boca-oreja del mundo) es Tres de Juanjo Giménez (el título internacional es el mucho más atractivo y relevante Out of sync, un error que les puede costar caro a sus productores).
Convierte Giménez (quien, a sus 58 años se lo juega todo con este su segundo largo tras ganar el Goya, la Palma de oro al mejor corto y estar nominado al Óscar con Time Code en 2016) una idea que bien podría haber dado lugar a un episodio de The Twilight zone o a un sketch de Saturday Night live en una trama principal que no es sino un discurso comentativo de la secundaria.
Dicho de otro modo, lo que en otras manos podría haber ocupado un primer plano en la narración (el periplo vital de una mujer en sus cuarenta cuya pareja acaba de romper con ella y tiene que regresar a casa de su madre viuda y en los primeros años de su vejez) en Tres se convierte en el escenario sobre el que Giménez construye una suerte de metáfora que explica los tres momentos vitales por lo que transita el personaje excelentemente interpretado por Marta Nieto.
(Atención, spoiler)
Al principio de la película, cuando todo es desconcierto y nostalgia en la protagonista, esta escucha lo que dicen sus interlocutores en particular y todas las personas que le rodean en general después de que vea moverse sus labios. Como cuando en una película las pistas de sonido y de imagen no avanzan al mismo tiempo.
Hacia la mitad de su peripecia, C. (así se llama) vuelve a oírlo todo sincronizado, es decir, vuelve a vivir el presente, comienza a recuperar el control de su vida.
Al final del film, escuchará el sonido antes de que la fuente lo produzca, por lo que podrá intervenir sobre esta hasta el punto de evitar que emita ruido alguno. Es decir, C. estará ya en condiciones de intervenir (y por tanto de decidir) sobre lo que le va a pasar.
Paradójicamente, Giménez consigue lo más difícil: que toda esta línea, llamémosla fantástica, se entienda perfectamente y además obedezca a una lógica interna preestablecida. No la convierte (ni se convierte involuntariamente) en un chiste aunque algunas secuencias se prolongan algo más de la cuenta.
Pero falla el director en lo más sencillo. La peripecia vital de la protagonista tiene poco interés; no precisamente porque se trate de un personaje antipático (lo es intencionadamente) sino porque sus conflictos, inquietudes y expectativas son absolutamente rutinarias, estándar e intercambiables por muchos otras. Quizás lo haya hecho para no interferir con lo que realmente le interesa (el fuera de sincro), pero provoca que el resultado final sea algo agridulce pudiendo entusiasmar.