Por NACHO CABANA.
Uno de los muchos alicientes que tiene el festival de Sitges es la inclusión de películas extrañas pero inscritas de una manera o de otra en las fronteras del fantástico. Suelen estar en la sección Novas Visions, aunque pueden aparecer en cualquier lado.
Hagazussa de Lukas Feigelfeld es una película alemana muy bien fotografiada por la mexicana Mariel Baqueiro que tardó cuatro años en rodarse y que plantea un lento relato acerca de cómo una mujer que vive aislada y dominada por su madre en los Alpes en el siglo XV acaba haciendo lo que se suponen que haría si, como los habitantes del entorno le acusan, fuera realmente una bruja. Mejor en los fragmentos nevados que con sol, articula un discurso sobre el poder destructor (o al menos fagocitador) de la naturaleza heredado del tejido por Lars Von Trier en Anticristo. Una película perturbadora y extraña que, aunque solo fuera por la interpretación de Aleksandra Cwen, merece ser vista.
Por el contrario, no me atrevería a recomendarle abiertamente a nadie Caniba de Verena Paravel y Lucien Castaing-Taylor aunque es un título que me he alegrado de ver. Se trata de un documental de creación que tiene como centro a Issei Sagawa (célebre caníbal japonés que en 1981 se comió a una de sus compañeras de la Sorbona y que ahora vive su vejez en un pueblo de Japón) y que plantea tantas preguntas como respuestas. ¿Hasta qué punto es lícito rodar un testimonio tan atroz con unas maneras tan estilizadas? ¿Enturbian éstas la comprensión de lo proyectado? ¿Se violenta la intimidad de los dos ancianos que aparecen exhibiendo sus costumbres sexuales?. Perplejidad, repugnancia y sorpresa en el único documental presente en la sección oficial a concurso.
Fluido de Shu Lea Cheang no goza del beneficio de la duda que domina el anterior título comentado ni tan siquiera diez minutos. Se trata de una sucesión de perfomances porno-gay-escatológico-futuristas que buscan en todo momento provocar al espectador por muy «open mind» que éste sea. Pero hacer provocación es muy difícil, o al menos hacerlo de manera consistente. El año pasado en este mismo festival lo conseguía plenamente The greasy strangler de Jim Hosking y hace poco Eduardo Casanova lo lograba parcialmente en Pieles. Shu Lea Cheang no se acerca ni de lejos a ninguno de esos dos títulos. Incapaz de integrar en su discurso estético la escasez de sus medios, no es capaz de reírse de lo que está haciendo. Más bien parece en todo momento preocupado de emular (sin lograrlo ) aquella Liquid sky (1982) de Slava Tsukerman pero en un tiempo donde ya no queda apenas inocencia que trastocar. Lamentable.