El cine oriental ha dejado de gozar de la bula que disfrutó durante años en los festivales internacionales pero aún sigue siendo un fijo en Sitges donde se suelen programar una sobredosis de largometrajes de chinos voladores y fantasmas con el pelo por la cara.
Este año, el cine venido del Este que he podido ver me ha deparado dos alegrías y dos decepciones. El primer gratísimo descubrimiento ha sido El mundo de Kanako de Tetsuya Nakashima. En ella el director de las brillantes Memories of Matsuko (2006) y Confessions (2010) hace un alarde de dirección y montaje contando una buena historia de adolescentes metidos en asuntos de prostitución y drogas a partir de la búsqueda de una estudiante por parte de su padre. La película está llena de flash fowards y flash backs (que a veces lo son de años y otras de minutos) que conforman un aluvión de imágenes y sonidos que obliga al espectador a estar constantemente haciendo y el deshaciendo el puzzle que propone su creador. Brillante en todo momento, Nakashima y su montador consiguen además que la audiencia no se pierda dentro del argumento y logra incluso introducir momentos de un violento humor que desengrasa la tensión de esta extenuante propuesta. Mención aparte merece el trabajo de Koji Yakusho, que consigue estar histérico desde el minuto cero hasta dos horas después sin poner de los nervios al espectador. Una peli para ver al menos dos veces.
La otra gran película venida de oriente es R100 de Hitoshi Matsumoto. Este japonés es uno de los pocos cineastas en activo capaz de sorprenderte en cada película y si me apuran en cada plano. Tras DaiNiponjin (2007) Symbol (2009) y Scabbard Samurai (2011) nos propone una cinta que parte de una idea literalmente deslumbrante: un gris vendedor de muebles firma un contrato con un misterioso burdel sadomasoquista cuya singularidad es que las dominatrix pueden atacarle en cualquier momento de su vida normal. Es hilarante las situaciones que Matsumoto arma a partir de esta premisa y lo es aún más el discurso metacinematrográfico que articula tras media hora de película. Delirante, haciendo estilo de lo cutre, utiliza dramática y brillantemente el “efecto ardilla” incluido en el programa “Photo boot” preinstalado en los MacBook Pro.
En el reverso de ambas propuestas está The Midnight after de Fruit Chan, realizador de la muy perturbadora Dumplings (2005). La película es un despropósito desbordante de insoportable humor amarillo que parte de una premisa argumental a la que se le podría haber sacado algún partido. Un grupo de variopintos personajes que coinciden en un autobús urbano en Hong Kong se convierte en los únicos pobladores de esta ciudad al salir de un túnel. Lamentablemente, esta mezcla de Lost de J.J Abrams (2004-2010) y The we and the I (2012) de Michel Gondry funciona cada vez peor según avanza su proyección y los gritos de sus actores se hacen más y más desquiciantes.
También chillan fuera de todo control los actores de One on One el decepcionante nuevo trabajo del otrora brillante Kim Ki-duk, una estupidez mal interpretada y peor dirigida que nos hace añorar las películas de este hombre previas a su león de oro en Venecia con Pietá (2012).