El canibalismo es un subgénero dentro del cine de terror poco desarrollado fuera del universo zombi. En los años 70 fue el leit motiv de un buen número de películas y falsos documentales en los que las antropófagas solían ir en top-less mientras saboreaban sus vísceras favoritas.
Este año parece que la antropofagia vuelve a estar de moda y no podemos por menos que celebrarlo. Uno de los éxitos de este Festival de Sitges está siendo, sin duda, The Green Inferno (2013) de Eli Roth. El creador de Hostel (2005) vuelve a colaborar con Nicolás López, director de Aftershock (2012) que vimos aquí el año pasado. Y si en aquella, el primero producía e interpretaba mientras el segundo dirigía (y ambos, junto a Guillermo Amodeo se encargaban del guión) en la de este año, los papeles se intercambian. Roth dirige mientras que el chileno se encarga del libreto en solitario con Amodeo. El resultado de la colaboración de tan insólita pareja (hay que ver una de sus presentaciones en el Festival para darse cuenta del futuro que tendrían como dúo cómico; Roth habla en inglés de su film y López le “traduce” diciendo las mayores burradas que se le ocurren en ese momento) es una película que parece haber tenido un primer tratamiento más o menos dramático y a la que en una segunda versión se le han incorporado chistes y situaciones bizarras. Al igual que ocurría en su largo sobre el tsunami presentado el año pasado, The Green inferno tiene una primera parte prescindible (podía empezar directamente con el accidente de avión) y una segunda en donde se acumulan golpes de efecto, asco, chistes y presupuesto. Y es muy de agradecer lo explícito de las secuencias de canibalismo, tanto cuando los platos son consumidos crudos in situ como cuando requieren de una mayor preparación culinaria.
La secuencia de la masturbación del supuesto héroe idealista dentro de la jaula en la que los caníbales les tienen encerrados después de que una de sus compañeras se haya rebanado el pescuezo al descubrir que se acababa de zampar a su mejor amiga justifica por si sola toda la película a la que le falta algún desnudo de Lorenza Izzo, su protagonista femenina, para acabar de encender al personal amante del steak tartar.
Más cercana en planteamiento a Caníbal (2013) de Manuel Martín Cuenca está We are what we are (2013) de Jim Mickle, remake de la mexicana Somos los que hay (2010) de Jorge Michel Grau vista aquí hace tres años. Su mayor error es ocultar durante casi la mitad de su metraje la condición especial que une a la familia protagonista cuando, en realidad, todas las sinopsis y materiales relacionados con la película se han encargado ya de hacérsela saber al espectador antes de entrar al cine. Es como cuando en los trailers de El sexto sentido (1999) de M. Night Shyamalan veíamos al niño protagonista decir aquello de “En ocasiones, veo muertos” y luego tardábamos casi media película en saberlo. Mickle traslada la acción de DF al estado de Nueva York e introduce unos “flashbacks” históricos explicando el origen de la antropofagia de la familia protagonista que resultan básicamente prescindibles. Deliberadamente lenta y, como suele ocurrir en los remakes gringos, todo muy clarito y justificado gracias a la inclusión de estandarizadas estrategias narrativas, We are what we are es de esas películas en las que notas que el director está intentando venderse a sí mismo como creador de atmósferas antes que servir a la historia de la mejor forma posible. O dicho de otra manera, Mickle rueda intentando demostrar que tiene mucho mundo interior y la cosa le sale a medias. Apreciable, en cualquier caso, pero algo aburrida para mi gusto.
El que sí consigue crear una atmósfera perturbadora y algo agobiante es Alex Van Warmerdam en Borgman, un título que tiene mucho que ver con la filmografía previa de su creador (que recibió una Máquina del Tiempo honorífica) y de la que, supuestamente, bebió Giorgos Lanthimos al afrontar su magistral Canino (2009). Cuenta cómo, uno a uno, los miembros de una familia comienzan a caer en el lado oscuro a partir de la presencia de un vagabundo en las inmediaciones (y dentro) de su casa. Van Warmerdam lo deja todo bastante en el aire, no apuesta por una conclusión rotunda ni una sugerencia clara que indique lo que pretende decir con su relato pero sí logra en el espectador una cierta incomodidad al identificarle con unas expectativas que las acciones que el vagabundo y sus socios ejecutan (¿según un plan previo?) se encarga de postergar y/o frustrar.
Interesante y desconcertante.