Por Rubén Romero Sánchez
La escena es sencilla. Tras volar el laboratorio de Química a causa de un experimento fallido, el profesor Julious Kelp acude al despacho del doctor Warfield. Allí, se sienta en silencio y midiendo cada movimiento ante la atenta mirada de su superior. Durante muchos segundos, la secuencia alterna planos de Jerry Lewis tratando de pasar desapercibido mediante mínimas muecas gestuales con planos del inolvidable Del Moore observándolo fijamente impertérrito. El cine de Jerry Lewis tiene slapstick, tiene clown, tiene gag visual, tiene juegos verbales y tiene, y mucho, silencio, el elemento con el que más difícil es hacer reír. Esta escena de El profesor chiflado (1963) es absolutamente genial, como lo es la entrada de Buddy Love, el alter ego del profesor en su maravillosa revisión en clave cómica de El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mister Hyde, en la discoteca, mediante un travelling que subvierte los códigos del cine de terror, de nuevo en un silencio solo roto por el sonido de los pasos del personaje, que funcionan, a la vez, como latidos de corazón cada vez más acelerados.
Por maneras como estas Jerry Lewis siempre me pareció uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, y por supuesto uno de los tres o cuatro comediantes más grandes que he visto nunca.
Fue mi padre quien me avisaba, de niño, cada vez que ponían en la tele una película de Jerry Lewis o los hermanos Marx, y el efecto fue inmediato: probablemente nunca he reído tanto como con él. Adorando como adoro a Woody Allen, Billy Wilder, Jacques Tati o Howard Hawks, de jovencito pensaba que era injusto que a Jerry Lewis casi nadie lo citara entre sus grandes influencias, y que quizá era yo el raro, que me reía con idioteces; todo cambió el día en que el poeta y profesor Jenaro Talens, en su asignatura Pragmática y Análisis del Texto, pronunciara para todos sus alumnos palabras que más o menos conservo: «Jerry Lewis es un genio absoluto del cine», mientras comparaba su montaje con el de Eisenstein o Kubrick.
Posteriormente llegó el conocimiento de la persona, las lecturas que hice sobre él y las declaraciones que le leí o escuché. Lewis, a pesar de su inestimable labor filantrópica, era un facha homófobo y machista, además de un insoportable egocéntrico que no sabía ya a quién llorar para conseguir el Oscar, incluso haciendo para ello dramas para los que no estaba dotado. Un ser seguramente despreciable, pero no más que Céline. O Picasso. ¿Podemos dejar de lado al ser humano cuando admiramos su obra? Cuesta, pero hay que intentarlo. Quevedo probablemente fuera el mayor capullo del reino en su época y eso no implica que debamos borrarlo de los libros de texto.
Ayer murió Jerry Lewis a los 91 años. Su boca se llenaba de idioteces y majaderías cada vez que le ponían un micrófono delante y le preguntaban sobre la actualidad política, en esos momentos era incapaz de manejar el silencio; pero más allá de eso dejó un legado, un legado que se está olvidando, en el que los cineastas jóvenes no buscan inspiración. Ese, y no otro, es y será su gran drama.