De regreso a La Riviera (esa sala tan pésimamente diseñada para albergar conciertos pero lamentablemente necesaria para programar actuaciones de cierto aforo en Madrid), esta vez para ver a Sharon Jones, cantante de soul originaria de Georgia de éxito tardío pero maneras muy enérgicas, al estilo de las grandes divas de los sesenta y setenta, que se hace acompañar por una banda de soul-funk más que solvente: The Dap-Kings. Como teloneros estuvieron Los Coronas, con pocas cosas en común con los cabezas de cartel pero que entretuvieron al respetable durante una hora de surf fronterizo con toques de spaghetti western y un poco cañí (hubo versiones de Triana y del «Flamenco» de Los Brincos). Los Coronas pecan de excesiva pose y poco movimiento, van de guapos y canallas, son bastante chuletas y tienden a blandir sus instrumentos de cuerda como extensiones falomórficas de sí mismos; en resumen, son poco auténticos, pero tocan muy bien y rastrean como freaks pequeñas joyas desconocidas en los sótanos polvorientos de la música, lo cual se agradece, y más si es para confeccionar extravagancias como el tema que une el gran éxito de Matt Bellamy, de la banda indie Muse, con el número 1 que su padre ausente George consiguió en los sesenta con The Tornados, grupo británico de rock instrumental. Es decir, hacen surf rock de libro, con lo que eso implica (depende de tu grado de esnobismo que te lo pases pipa o te aburras como una ostra).
En cuanto a Sharon Jones & The Dap-Kings, dieron un repaso a diversas variantes de la música soul, con especial querencia hacia el funk y el sonido Filadelfia (ese meloso estado intermedio entre el funk de principios de los setenta y la música disco creado para convertir las pistas de baile en templos de veneración de una sexualidad exacerbada pero latente; una especie de preliminares previos incluso a los verdaderos preliminares). Sharon Jones, con casi sesenta años, es uno de esos no tan raros pero no demasiado frecuentes ejemplos de llegar a una determinada edad con una energía extraordinaria que se enfatiza con la experiencia. Desde luego supo cómo hacer moverse al público, aunque me pareció un error que subiese al escenario a algunos especímenes ciertamente extraños de espectadores para que demostrasen su entusiasmo y sus escasas habilidades para seguir el ritmo junto a la diva. En cualquier caso la calidad de los músicos y el carisma, la voz y la fuerza de la cantante compensaron esos momentos un tanto patéticos de interacción y, si bien el concierto no fue de los que agarran el corazón y estrujan el músculo hasta que quedan huellas perdurables, quizá porque algunos momentos resultaron demasiado espontáneos y caóticos, fue una noche de buena música de raíces y una lección de cómo tocar con autenticidad (al menos en el caso de la artista principal).