Sara, Sarita primero, Saritísima siempre: te escribo emocionado estas líneas que desearon ser boca en tu boca, mimo en tu seno, réplica frente a la cámara o únicamente humo que exhalara ese paladar tuyo que supo catar la vida.
Ahora que se empeñan los titulares en darte por muerta, ahora que eres más eterna que nunca, más estrella de lo que acostumbraste ser, ahora que los artículos se rinden a la caída de tus ojos y al movimiento sutil con que tu lengua acariciaba la comisura del labio, ahora que deberías constar en los manuales de fonética cuando cantabas Quizás, quizás, quizás. Ahora es imposible sentirte ausente.
Contigo, de haber muerto algo hoy, se ha muerto definitivamente la cultura pop de España y de México. El resto del planeta, que en mayor o menor medida te conocía, a ti, que de las últimas labores que desempeñaste fue girar por Institutos Cervantes del mundo al encuentro de tus admiradores, actividad que aplaudo por necesaria y fundamental, el planeta al que pronunciaste con tono manchego el Marverlous con que volviste a ser moderna cuando llevabas décadas haciendo sombra a la modernidad, ese planeta comienza a extrañar tu presencia en el mundo.
Reconozco que el visionado del magnífico reportaje El sueño de Sara, emitido en Crónicas de TVE disipó cualquier atisbo de duda acerca de tu talento y de la importancia de tu trayectoria en el cine y la escena. Incluso, diré más, reafirmó la idea que mantuve siempre: de acuerdo que fuiste más estrella que actriz, pero fuiste una actriz estupenda. Sobre todo por una razón. Nadie más que tú podía interpretar los papeles que asumiste, desde los más frívolos a los de mayor calado actoral.
Tu paso por Hollywood fue decisivo para tu internacionalidad, pero también para la industria hispánica, para la lengua que articulabas, para el oficio de actor que estaba a años luz de conquistar el mercado y afianzarse allí. Tres películas bastaron para que dejases huella, para enamorar a galanes cuyos nombres el lector ya enumera, para codearte con otras hermosuras que temían tu andar de felina mesetaria.
Cuando decidiste mirar a cámara siendo solo Sara, ningún otro personaje, entregaste a la escena y a la canción tus armas inimitables: la dicción, el contoneo y el susurro. Este último fue tu bastión con diferencia. Otras se desgarraban, llegaban alto, amplificaban el do de pecho. Tú embestías quieta, detenida frente al amor, calma en la dicha de mirar de frente, irascible solo la saliva que afloraba, incisiva la mano que extendía lentamente el capote a punto de ser estribillo. En ese instante en que la plaza silenciaba la tensión, tú susurrabas a cuchillo. Empuñabas el verbo amar, y nadie se retiraba.
No cabe aquí mención a tus errores, a los capítulos que pudiste haber evitado. Te jalonan el recuerdo de seis generaciones, la proyección de tu figura, la inalcanzable altura de tu fama. Te habrás dado cuenta que, en exclusiva, tu nombre ocupa estas palabras. Ni títulos de films, ni compañeros de escena, ni directores. Ni siquiera el apellido. Basta tu nombre, sin fechas, perpetuo.
Para hacer honor a ti misma, que fuiste en sí tu creación más personal, traga el tabaco que nubla hoy el cielo de Madrid y deja caer el humo que nos atrajo. Te han preparado los ángeles la cheslón donde, sentada, te volverán a besar los galanes de Hollywood y también quienes murieron un día creyendo que el paraíso eras tú. Hoy lo consiguieron.