En un día como hoy, mi abuelo me subió por primera vez al tren de la vida. Era de vapor y su traqueteo me ayudaba a hacer las mejores siestas que recuerdo. Bajábamos cada tarde al mercado de la ciudad donde nos perdíamos encontrando de todo y más. Luego nos tomábamos un croissant de chocolate en la granjita de doña Aurelia.
Desde entonces me hice adicta a ese medio de transporte que conectaba países, negocios y personas. Siempre que podía lo cogía para desplazarme, prefería escanear a las personas que se sentaban delante de mí o escuchar la retórica de mi abuelo sobre los cables que ayudan a que el tren circule.
Ahora mi cuerpo ya no está para según qué trotes, pero nunca pierdo la oportunidad de subirme para descubrir nuevas historias que contar a mis nietos. Y, sobre todo, para no perder la esencia de aquellos recuerdos que nos mantienen vivos. Precisamente, uno de esos viajes me trajo uno de los mejores recuerdos que guardo en mi cajita secreta: Samanta.
Era una niña tímida que se sentaba frente a mí. Cada vez que subía al vagón, sola, con su bolsita y su muñeca, me preguntaba cómo era posible que sus padres la dejaran por esos mundos de Dios, y qué espabilada parecía para su corta edad. A cada arranque del tren, rastreaba el andén en busca de alguien que estuviera despidiéndola con la mano. Me tenía francamente intrigada. Hasta que le busqué conversación, tarea ardua, por cierto. Yo le decía «Hola, ¿cómo estás hoy?«, y sólo respondía «Bien«. Esta era nuestra conversación de cada mañana. No le pude sacar nada más en semanas. Pero un buen día siguió la conversación.
Descubrí a una niña habladora, pizpireta, una futura guionista a juzgar por la inventiva de sus cuentos, de los que hacía protagonista a su inseparable muñeca de trapo, Noelle. Me quedé estupefacta cuando me dijo que no iba a la escuela. Su madre, enferma de los huesos, no se podía hacer cargo de ella y la ayudaba su abuela, que tenía una pescadería en el mercado. Samanta pasaba el día vagueando por ahí, se sentía como la sirenita de los dibujos, me decía, y a cada ejemplar le ponía nombre. Su abuela la regañaba cuando la descubría jugando con el lenguado Jorge o la gamba Ramona. Sin duda, hubiera pasado perfectamente por sirena, con su pelo largo color almendra, su cuerpecito esbelto que con tan sólo ocho años llamaba la atención, y sus suaves movimientos de bailarina.
Así transcurrieron las mañanas de mis primeros meses de universidad, viendo a esa niña crecer sin la pandilla de la escuela ni los ejercicios de “mates” que le tocaban por contrato. Durante el trayecto, fui su improvisada profesora y le enseñaba a leer y a escribir, le leía cuentos, pintábamos en las hojas que compartían espacio con mis apuntes de Biología. Un día dijo que era su cumpleaños. En un gesto espontáneo, le regalé una de mis pulseras de la suerte e hicimos un pacto: cuando tuviera algún problema, sólo tenía que quitársela y apretarla fuerte. Así nos convertimos en mejores amigas. Y un día, sin más, dejó de venir.
Cada mañana miraba impaciente la puerta del vagón al abrirse y me asomaba al andén por si la veía. Por todas las pescaderías de los mercados preguntaba sin perder la esperanza hasta que, en una de ellas me dijeron que habían encontrado a Noelle rota en pedazos debajo de unas cajas. Para entonces ya había pasado medio año desde el último día que la vi y los nuevos propietarios hacía dos meses que regentaban el puesto. Me quemaba por dentro el no saber qué le podía haber pasado y ya no albergaba confianza alguna en cruzármela, así que le encargué esa tarea al azar, esperando que algún día fuera caprichoso conmigo.
Seguí con mi vida: me licencié y me especialicé en Biología marina. Trabajaba en el Zoológico para ahorrar y poder ir a trabajar al extranjero. Entre animales y visitas guiadas conocí a Damián, mi marido. A él le explicaba todo lo que mi abuelo me había enseñado, las historias surrealistas que ocurrían entre asientos y los diamantes en bruto que podías descubrir si abrías bien los ojos.
Un día entraron en el vagón tres desarrapados, dos chicos y una chica, tocando instrumentos para pedir limosna. No augurábamos nada bueno a juzgar por sus modales cuando se acercaban a los pasajeros reclamando su recompensa por el “concierto” ofrecido. Llegaron el revisor y dos guardias de seguridad y empezaron a enzarzarse en una agria discusión que terminó con los tres detenidos y unos cuantos rasguños. Entonces la vi. Fue sólo un segundo, pero ahí estaba mi pulsera decorando aquel brazo escuálido tan poco femenino, ansioso por recibir su dosis diaria. Me quedé unos segundos sin reaccionar, Damián me sacudía para hacerme volver en sí, le dejé con la palabra en la boca y salí disparada hacia el andén con un solo objetivo: “¿¡Samanta!?”. Y se giró. Habían pasado doce años desde la sirenita de los dibujos hasta aquellos ojos vacíos que me atravesaron.
Me acerqué días después a la comisaría a preguntar por ella y me dijeron que había muerto. Resultó ser una yonqui con antecedentes que se quedó sin familia tiempo atrás, que se pasaba el día vagando por el barrio y, por las noches, ejerciendo en un club de alterne para pagarse sus “medicinas”. Un final muy previsible para una verdadera muñeca de trapo a quien de poco le sirvió apretar su pulsera de la suerte.
Hoy, mi pequeña Samanta juega a mi vera mientras le cuento que un día su abuela conoció a una niña con su mismo nombre pero con diferente fortuna, en el tren de la vida.