Inma Jerez con Jose Tornadijo, que es Salvador en la obra de Néstor Villazón
Néstor Villazón ha escrito un drama con todas sus reglas. Inicia la obra con un hombre obstinado en saber lo que su hijo ha aprendido ese día en la escuela. Su mujer cansada le disuade con aprendidas evasivas y le recuerda que el niño duerme. Al hombre le preocupa de una forma obsesiva si el niño ha aprendido algo útil ese día. La mujer le dice que parecía feliz, al hombre no le parece importante que el niño pareciese contento e insiste en sus dos preguntas: qué materia ha dado y quién ha impartido la clase. Acaba despertando al niño para que le recite la lección, el saldo es desolador, el niño se la recita y asustado acaba llorando, la mujer se derrumba ante un hecho que parece cotidiano, y el hombre se arrepiente.
La escena consigue lo que busca, contagiar al espectador una inquietud que durará toda la función.
La mimbrería de Salvador está armada con unos elementos que causan escalofrío, de entrada, el cimiento de la muerte de una madre, un niño que sufre, la soledad y la locura.
Estamos preparados para asumir el dolor, incluso la muerte, pero la locura, nunca. La muerte puede llegar taimada, pero tras ella hay un reparador silencio, pero la locura es ruidosa, desordenada y desordena, conlleva una lucha sin horario ni cuartel.
El fantasma de la locura socaba cualquier convivencia y rompe todos los esquemas en que se nos ha educado, de pronto ya no vale nada de lo que sabíamos, en el entorno se siente el vacío: personas que te aportaban compañía o seguridad se vuelven silenciosas y escurridizas. La persona que amas, hasta ayer cariñosa y brillante, se queda en dique seco, sin trabajo, ensimismada, formulando una y otra vez teorías y preguntas, que los que resisten y conviven con ellos no saben responder.
El fin del siglo pasado nos trajo un salto cualitativo en avances de farmacológicos, pero no fue la solución, sólo permitió echar la llave a los centros psiquiátricos. Los fármacos tienen unos efectos secundarios indeseables, que palian males mayores, y con un ¡alehop! disipan alucinaciones, pero no dan soluciones ni confort al enfermo, por lo que es una tentación abandonar la medicación, y el futuro de estos enfermos sin ella está escrito en los libros de texto de psiquiatría.
Néstor, sitúa la acción en tres campos muy bien delimitados, uno es el presente: la convivencia de Salvador con su mujer y su hijo, que sería lo más importante a nivel emocional, y es el verdadero fondo del drama. El trastorno de Salvador, condiciona las 24 horas del día de esa familia, en un momento dado, la mujer dice que lo necesita pero ya no lo quiere. Salvador es un profesor apasionado y vocacional, al que le separan de la docencia. La labor docente, que Salvador ve como redentora social, está presente en la obra reflejada en el claustro de profesores, en que cada uno se adapta a su medida, a una escuela con una maquinaria deshumanizada, que saben que no funcionas, y los hace sentir culpables por no hacer lo suficiente. El tercer campo es el de la familia de Salvador, ahí está la raíz, aunque no sea la causa de la enfermedad. El cuadro familiar lo forman un padre y cuatro hijos, tres y Salvador, y la presencia de una madre muerta que flota en el aire. El padre siente debilidad por Salvador, el hombre se ha esforzado, a pesar la falta de la madre, porque todo fuera bien, pero no ha sabido hacerlo. Prepara comidas con amor, las sirve con amor, pero luego una vez en la mesa sus palabras contradicen sus actos, y en ellas no se advierte el infinito amor que siente por sus hijos.
Salvador es una obra de miedos y soledades compartidas, está basada en un hecho real, lo que le ha llevado al autor a tratar con un gran pudor el tema. Tanto que la obra que se representa corresponde al cuarto libreto escrito por Néstor Villazón. El reto era muy difícil, porque el árido paisaje de la locura desarma y asusta, demoniza y aísla al que la sufre, y a todo el que decide acompañar al que la sufre, dinamita palabras tan sonoras como mujer, marido, hijo, hermanos, amigo… Es vivir a las afueras de cualquier manto protector, sea el de cielo o de la razón, dejándonos a la intemperie y si respuestas.
La dramaturgia de Salvador, está bien armada, el autor se pone al servicio del hecho real de una manera eficaz y generosa, articula la historia y nos la muestra con un texto descriptivo, pero para bien, y es inevitable, sale la sensibilidad poética del autor.
El resultado es un texto inquietante, tremendamente desazonador. Pero en él subyace un mensaje positivo, un sí, es muy duro, pero es así, que le vamos a hacer, y todo este sufrimiento puede que no sea en vano, porque si es cierto que nuestro paso es fugaz, nuestros buenos actos, y nuestras palabras certeras, permanecen en quien nos ha observado o escuchado, y si bien de momento no somos conscientes, volverán en el momento preciso para ser útiles.
El texto que Villazón, que ha entregado al director Rafael Botea, cuenta con diez personajes y varios emplazamientos, y Rafael inicia su trabajo desde una escenografía acertada de Mónica Florensa, muy básica pero suficiente, soluciona con mucha imaginación el cambio de espacios, logrando momentos realmente hermosos como el de la muerte de Salvador, y los actores están bien movidos.
Los actores Ferrán Arís Benito Jiménez, Fran Bueno y Vanessa Vega representan al padre y a los hermanos de Salvador
Benito Jiménez representa en la obra a un acotador o maestro de ceremonias, que pone orden en la historia, e interpreta también al padre de Salvador, un personaje con mucho calado, al que el actor le imprime su punto justo. Un hombre contradictorio que siente tanto amor hacía sus hijos como dificultad tiene para expresarlo, con el que es fácil identificarse.
Inma Jerez interpreta con hondura a la mujer de Salvador, que con su expulsión de la escuela, queda oficializada la enfermedad. A esta mujer le han movido el suelo, siente la soledad de vivir con un hombre al que desconoce y un hijo que no sabe como preservar del sufrimiento.
Fran Bueno dobla también papel, es un hermano de Salvador y el amigo de Salvador. Una amistad de la que reniega en la junta de profesores. Bueno, le da un buen punto de sobriedad a este pequeño traidor que se dejó ayudar y ahora quiere olvidar que palia su miedo con una actitud fría y hermética.
Ferran Arís representa un profesor resuelto, que sabe que las cosas no van bien en la docencia, pero se ha resignado. Se abanica la culpa, aunque no se engaña y sabe que su decisión tendrá consecuencias en el futuro de sus alumnos. Y se desdobla como hermano de Salvador, el único que plantará cara a su padre, el actor se hace muy bien con los dos personajes.
Vanessa Vega es la directora del colegio, se siente directamente una impostora, porque realiza un trabajo mecánico y deja volar su imaginación compadeciéndose de sus soledades, para evadirse. El momento en que lo confiesa, es un momento realmente hermoso en el que la actriz transmite y brilla, también se desdobla para ser una hermana de Salvador.
Salvador encuentra un acomodo inmejorable en el actor Jose Tornadijo, le acompaña el físico y compone su personaje con total acierto, trasmite sus seguridades obsesivas, causando casi miedo en el espectador, pero así mismo sabe comunicar su miedo, su impotencia y su temblor.
Si acudís a ver esta función encontraréis un trabajo honesto, que ilumina zonas oscuras de la condición humana que por temor preferimos olvidar. No es una obra fácil de ver en un principio, porque zarandea y hace rozaduras en nuestra alma conservadora, pero tiene un poso totalmente positivo: saber es mejor que desconocer.
Siempre es bueno poner luz sobre un tema tabú como es la mal llamada “locura”, para normalizar a quien la sufre, y hacernos conscientes de que no es una simple enfermedad, que puede llamar a cualquier puerta, que esos enfermos no son malditos, que son padres, hijos, hermanos, se los amó y se los ama.
Saber y conocer es tener armas, y valga lo dicho como homenaje al maltrecho y verdadero Salvador, darle la razón de que sólo el conocimiento nos redime.
Los actores Vanessa Vega, Inma Jerez, Ferrán Aris, Benito Jiménez, Jose Tornadijo Fran Bueno. La escenógrafa Mónica Florensa, el auto Néstor Villazón y el director Rafael Boeta en un momento del coloquio celebrado después de la representación.
Desde que me puse delante de una cámara por primera vez, a los dieciséis años, he ido fechando mi vida por las películas y las obras de teatro. Casi al mismo tiempo empecé a escribir de cine en una revista entrañable, Cine Asesor. He visto kilómetros de celuloide en casi todos los idiomas, he pasado buena parte de mi vida en el teatro —sobre el escenario o sentado en una butaca— y he tenido la suerte de tratar, trabajar y entrevistar a muchos de los que antes me emocionaron como espectador.
Creo firmemente que algunas premoniciones se cumplen cuando quien las pronuncia tiene el ascendiente suficiente; y a mí, la persona con más autoridad en mi vida me dijo: “Vas a ser alumno de todo y maestro de nada”. Y así ha sido. He estudiado cine y teatro, he leído todo lo que ha caído en mis manos, he trabajado como actor y como ayudante de dirección, he escrito novelas y guiones, he retratado a toda persona interesante que se me ha puesto a tiro… y la verdad, ni tan mal. Hay quien nace sabiendo; yo prefiero morir aprendiendo.
Y aquí estoy ahora, en la Cultural Tarántula, con la intención de animaros a leer, ver cine o acudir al teatro, donde siempre nos espera una emoción irrepetible que, por un instante, nos hace creer que en la vida lo mejor está siempre por venir.
El Concierto-Manifiesto Act x Palestine reunirá el 29 de enero en el Palau Sant Jordi a artistas y referentes culturales para denunciar la violencia en Gaza y apoyar proyectos culturales palestinos.
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