Recordando «Novecento», de Bernardo Bertolucci

Recordando «Novecento», de Bernardo Bertolucci

Que hayan pasado nada menos que 37 años desde su filmación y que la película de Bertolucci, una de sus obras cumbres, no sólo no haya envejecido sino que no ha perdido un ápice de su poder narrativo, estético e ideológico sólo quiere decir una cosa, que Novecento, una película épica que explica las luchas sociales convulsas de Italia a través del pequeño microcosmos de una hacienda rural de la región de Emilia, entra a formar parte de ese rara élite de los clásicos del cine, ajena a las modas, las tecnologías y al paso del tiempo.

Rodada cuatro años después de El último tango en París, otra de sus indiscutibles obras maestras, Bertolucci regresa con este declarado y esquemático panfleto marxista a favor de la lucha de clases, en el que el maniqueísmo queda subrayado por el propio director hasta el punto de convertirlo en virtud fílmica, al cine de sus orígenes, a la radicalidad de sus primeras películas como La commare secca o Prima della rivoluzione, marcadas por su militancia comunista, su relación con Pier Paolo Pasolini y el gusto por un cierto naturalismo —los campesinos de Emilia, que parecen sacados de cualquier película del director de Teorema, por su físico tosco y primario; la presencia telúrica en el film de los elementos tierra, mierda, leche, amalgamados—. Pero Novecento es también una fábula didáctiva, que tanto vale para un iletrado —los campesinos de la película que terminan teniendo protagonismo en ella—como para una intelectual, sobre el poso revolucionario enquistado en las clases oprimidas, en este caso los campesinos de Emilia, vejados por los terratenientes—Cuando la cosecha es doble, no nos da paga doble, dice un campesino al amo cuando éste les anuncia que una granizada ha desbaratado la cosecha y les pagará menos—, caprichosamente comprados y vendidos con las acémilas, asesinados por los fascistas y la policía, y es en ese punto que Novecento debe mucho al concepto cinematográfico e ideológico de cine revolucionario del maestro soviético Serguei M. Eisenstein— las cargas de la policía contra los campesinos podían muy bien haber sido rodados por el realizador de El acorazado Potemkin, tienen su aura —que tuvo que tener muy presente Bertolucci mientras rodaba esta obra épica.

Gerard Depardieu y Robert de Niro en Novecento (1976).

A través de dos personajes prototípicos, el campesino Olmo Dalcó (Gerard Depardieu), cuya mujer es una honesta maestra comunista (Stefanía Sandrelli) que muere en el parto de su hija, y el terrateniente Alfredo Berlingheri (Robert de Niro), casado infelizmente con la burguesa y excéntrica Ada Fiastri (Dominique Sanda), tomados en su infancia, madurez y vejez, en su epílogo, y sin salir de ese marco teatral que es el gran escenario de la finca agrícola, Bertolucci resume un siglo convulso de la historia de su país y escenifica la vigencia de la lucha de clases en el continuo enfrentamiento entre sus protagonistas que, no por su alejamiento ideológico, dejan de ser amigos, como lo fueron sus dos respectivos abuelos, al bracero Leo Dalcó (Sterling Hayden) y el terrateniente fundador de la dinastía Alfredo Berlingheri (Burt Lancanter), con todas las consecuencias y desencuentros.

Rica en detalles, Novecento es también la historia de una fuerte amistad entre esos dos niños que nacen el mismo día, se hacen hombres al unísono y devienen, en su epílogo, ancianos, de lo que les une —la tierna prostituta epiléptica Neve (Stephanie Casini), que comparten en una tarde en la ciudad; las veces que Olmo va a la hacienda en donde Ada instruye a su hija, o Alfredo frecuenta la modesta vivienda de su amigo buscando un calor de hogar que no tiene en su casa; las rememoraciones de la infancia, cuando Alfredo observaba cómo Olmo niño pescaba las ranas que luego debía comer, entre vómitos, en la mesa de su hacienda; la tierra que el uno trabaja y el otro tiene—, o los separa — Alfredo es incapaz detener la brutal paliza que los camisas negras, capitaneados por Attila, propinan a Olmo cuando le acusan del asesinato del niño; las sospechas que Alfredo tiene de que Ada se entienda con su amigo.

Novecento, de Bernardo Bertolucci (1976)

Así como Eisenstein personificó el mal absoluto en Alexander Nevsky en los caballeros teutones, Bertolucci hace recaer ese rol en el fascista Attila Melanchini (un enloquecido e histriónico Donald Shuterland), el camisa negra violento, un pervertido que mata niños y gatos y tiene una relación sexual enfermiza con Regina, la prima de Alfredo, interpretada por una Laura Betti que hace odioso su personaje; Attila es el contrapunto preciso a la honestidad revolucionaria de Olmo y a la ambigüedad burguesa de su amo Alfredo a quien el bravucón fascista sirve.

Tiene mucho Novecento de tragedia griega, en donde se escenifican todas las pasiones, bajezas y virtudes del género humano, que se concentran en los terratenientes, claro, y los personajes parecen predestinados por sus respectivos roles sociales, sin que falte en la función el coro, imprescindible en el teatro clásico, papel que encarna el grupo de campesinos anónimos, el tercer personaje de la película, que alienta a los protagonistas.

Conviven en Novecento, dos realizadores contrapuestos del cine italiano, o dos formas de hacer cine, que se complementan: la estética tercermundista de Pier Paolo Pasolini, que da visibilidad a lo pobre y lo feo, siempre dignificándolo, en esas descripciones antropológicas del día a día de un campesinado carente de todo, al que hasta encierran en un redil con llave (la matanza del cerdo; la siega; el relax en los pajares; el ordeño de las vacas con una lectura sexual; las comidas en comunidad, etc.), con la exquisitez decadente digna del príncipe rojo Luchino Visconti en la descripción de los ambientes burgueses y aristocráticos que giran en torno a Alfredo Berlingheri, la excéntrica y exquisita Ada, el tío fotógrafo y homosexual refinado y todos los que les rodean.

Donald Sutherland, Gerard Depardieu y Robert de Niro en Novecento (1976).

A tantos años vista, este fresco grandioso como una ópera de Verdi, de más de cinco horas de duración, fotografiado por Vittorio Storaro con su maestría habitual que hace de cada fotograma un cuadro luminoso —la hija de Olmo narrando, desde lo alto de un carro de heno, la persecución de los derrotados fascistas —o tenebroso—Attila y los suyos asesinando a los campesinos en la fosa inundada mientras diluvia a mares—, y musicado por el genial Ennio Morricone, es bastante más que una apología de la ideología comunista (banderas rojas, canciones, soflamas revolucionarias incendiarias sobre la metástasis que supone la propiedad de la tierra…), que es algo obvio y buscado por Bertolucci, quizá deseoso de vengarse de la persecución inquisitorial que sufrió por El último tango en París; Novecento es una obra maestra del séptimo arte, uno de sus monumentos, y da cuenta del vigor narrativo de este cineasta universal que aún ha seguido realizando después películas tan notables como El cielo protector, Asediada, Belleza robada o Soñadores y acaba de estrenar, impedido en una silla de ruedas, Tú y yo.

Los fascistas no son como los hongos, que nacen así en una noche, no. Han sido los patronos los que han plantado los fascistas, los han querido, les han pagado. Y con los fascistas, los patronos han ganado cada vez más, hasta no saber dónde meter el dinero. Y así inventaron la guerra, y nos mandaron a África, a Rusia, a Grecia, a Albania, a España,… Pero siempre pagamos nosotros. ¿Quién paga? El proletariado, los campesinos, los obreros, los pobres, es una de las frases más lúcidas de Olmo Dalcó, de rabiosa actualidad.

Larga vida, maestro.

Autor

Es uno de los más prolíficos, premiados y consolidados cultivadores de la literatura negrocriminal española y uno de sus miembros fundacionales por su vinculación a la Semana Negra de Gijón desde su primera edición. Treinta y siete novelas publicadas, de géneros tan diversos como el fantástico, erótico, histórico y policial, cinco libros de relatos y un buen número de galardones (Tigre Juan, Azorín, Café Gijón, La Sonrisa Vertical, Camilo José Cela, Ángel Guerra…) le avalan. Es el autor de "Barcelona negra", "El mal absoluto", "La caraqueña del Maní", "La Frontera Sur", "La pérdida del Paraíso", "Ciudad en llamas" y "El secreto del náufrago" entre otras. Su últimas novelas publicadas son "Te arrastrarás sobre tu vientre" (El Humo del Escritor, 2014), "Marero" (Ediciones Contrabando, 2015), "Ascenso y caída de Humberto da Silva" (Editorial Carena, 2016), "El hijo del diablo" (Editorial Serbal, 2016) y "Cazadores en la nieve" (Editorial Versátil, 2016).

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