Querida Ava Gardner. La reina de África

Querida Ava Gardner. La reina de África

                                                                                                                    Nairobi, 1993

            Querida Ava Gardner

            El safari dejó de tener sentido para mí el día que abandonaste este mundo.

            Ya no puedo acampar en las reservas a la espera de noches inquietantes con rugidos de fiera que aún te creen aquí para escucharlos. Ninguna mujer blanca de las muchas que vienen a hacer fotos o, por ser más exactos, para posar en ellas, resiste un solo asalto la comparación. Usan gorrito, sí, y beben algo, conscientes de que existe un protocolo, pero no tienen turbias biografías ni un frágil corazón entre dos pechos a prueba de balas. Lo que traen es loción para hidratarse, antigripales y antidiarreicos y, en vez de biografía, una cuenta de ahorro que permite exotismos por encargo como viajar a Kenia tras su boda.

            Así que no he salido de Nairobi, donde (eso no ha cambiado) visten todos de caqui y, subidos al jeep, se van a recibir su merecido. Los mosquitos ya llevan más de un siglo encargándose del asunto y no hay crema que pueda detenerles.

            Yo me quedo en el bar de este lujoso hotel que conociste y en el que, como pasa casi siempre, hay un cartel que dice “Aquí también bebió Hemingway”, aunque aclara debajo: “pero Ava mucho más”.

            Lo que no he conseguido averiguar es si en esta ciudad los kikuyu metidos a taxistas también juran que fueron tu trofeo una noche, como lo hacen en todas las ciudades del planeta que te vieron dormir bajo su cielo (Madrid especialmente).

            Y en realidad qué importa. Yo prefiero evocarte junto a este mostrador, soportando requiebros de tipos orgullosos de su rifle y su whisky; sin una sola amiga entre tanta consorte desairada, las que aducen jaqueca para no estar presentes y afilarse las garras en la chequera de su enamorado, mientras éste se queda con la vana esperanza de pagarte la copa que decide esta noche.

            Y esta noche sin duda reinarías de nuevo. Bebiéndose un Pernod detrás de otro hay un viejo doctor para turistas que diagnostica de un solo vistazo lo que ha cazado cada aventurero, hidatidosis, tripanosomiasis, insolación o dengue; un traficante de marfil y otro de armas esperando la hora del dinero y la sangre; dos entomólogos ensimismados en su mariposa porque no están aquí tus ojos verdes; y, en fin, cuatro franceses que consideran África tan suya como los gringos el resto del mundo. Por lo demás, un gota a gota interminable de jóvenes intrépidos que quieren más carretes de fotos para su gran hazaña de mañana y a los que el camarero ignora intensamente.

            En noches como ésta fue cuando tú inventaste que “bwana” significa hijo de perra. Te tocó saber pronto que donde más se miente es en el bar de hotel y que en el más lujoso es en el que mejor. Que el único sincero al cien por cien es casi siempre el barman, probablemente porque sólo escucha. Calculo, por su edad y su experiencia, que ya ponía copas aquí mismo cuando tú  regresaste en los sesenta para descubrir Kenia sin planes de rodaje  y dejarle tu nombre a una leona cachorro que aún vive en los jardines de este imponente club.

            Entonces sí te hubiera acompañado, te juro que hasta hubiese vestido el preceptivo caqui. Habríamos llegado hasta el lago Nakuru para ver los millares de flamencos que teñirían el cielo de rosa a una orden tuya. Habría visitado el Masai-Mara por verte descubrir “los ocho grandes” de la fauna virgen, que vendrían sumisos para contemplarte, advertidos de lejos de tu advenimiento por alguna jirafa previsora. Te hubiera toreado a un elefante sólo por tus “olés” chapurreados con duende.

            Y luego, en este bar, nos contaríamos las cosas de la vida entre copa y autógrafo. Sé que le brindarías un abrazo al doctor por su tristeza, que escucharías casi fascinada el leve hallazgo de los entomólogos (un poco defraudados con su mariposa después de ver tus ojos), que zurrarías a los traficantes con fiera indiferencia y atenderías a los parisinos dejándoles creer que estás conmigo.

            La noche de Nairobi, más inmensa sin Ava, me arrulla con recuerdos de un pasado imposible. Sólo el gruñido sordo de tu vieja heredera entre las sombras del jardín cercano me transmite tu ausencia y una extraña metáfora de lo que siempre fuiste.

            Pido el último trago. Ya casi ha amanecido y el encanto se va resquebrajando con el mal despertar de los hoteles y el rumor optimista y algo absurdo de los excursionistas en el desayuno. Alguien no encuentra sus gafas ahumadas y otro lee el prospecto de su cámara con teleobjetivo.

            El sol se acerca. Suenan los jeeps para la cita nueva y un revuelo de guías y de grupos se aprestan a peinar tierra salvaje. Queda un silencio como desgarbado entre el barman y yo, es otro día. Pido la cuenta mientras él se prepara para el cambio de turno aflojándose un poco la mariposa de su pajarita y mirando la hora en la ventana.

            Entonces llega el ruido del frenazo y me vuelvo, de pronto muy despierto, con el presentimiento de otra pérdida. A través de las puertas de cristal al jardín veo al doctor correr, casi sin fuerzas, con el recepcionista y un gigante masai cuya misión ignoro. El barman abre el ojo a la desgracia.

            El jeep más rezagado no ha querido perder sus posibilidades para tener propina de quien se cobra la primera pieza en sus prismáticos y la ha cobrado sin salir de casa. Podrán hacer la foto más temprana… sobre la carne muerta.

            Vuelve el doctor con sangre en la camisa y el olor a leona atropellada. “Han matado a Ava Gardner; giraron sin mirar junto a la verja y ella estaba ya lenta de reflejos”.

            El barman, sin hablar, pone dos vasos más cerca del mío y les echa Pernod con pulso débil. Beben él y el doctor y yo les sigo sin mediar palabra.

           Por eso es que esta tarde me marcho de Nairobi. Lo que queda de África espera mientras llora.

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Ava Gardner, vista y llevada al papel por Fernando Marañón

Autor

Fernando Marañón nació en Madrid en 1968. Escribe y dibuja desde hace mucho tiempo. Ha escrito sobre cine en la revista Enigmas, Culturamas, enlatino, Yuglo, experiensense y publicado ilustración y relato en la revista Entelequia. En 2004 publicó Circo de fieras, su primer libro, en la colección Nistagmus de ficción breve, bajo el sello Los duelistas y, en 2006, el ensayo Tiene delito, una guía del mejor cine, sus grandes héroes y sus villanos con la editorial Nowtilus. En 2010 reeditó la versión ampliada y definitiva de Circo de fieras con Aache Ediciones. Ha sido comentarista de cine durante seis años en programas de la Cadena SER y colaborado en el matinal de fin de semana 7 días, de Telemadrid. Últimamente, escribe sobre viajes en la revistas Singular y Más Galicia e interviene asiduamente en el programa de radio Dealucine, de David Garrido, en Canal Extremadura Radio. Ahora está terminando una novela y algunas cosas más. Tiene su propio blog de cine, llamado David y Goliat, y se ha hecho adicto al veneno de Tarántula.

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