El legado cinematográfico de Federico Fellini es tan poderoso que cualquier acercamiento a su filmografía acaba imantado por su belleza. Ettore Scola (Italia, 1931) se atreve, alentado por su entorno familiar y a sus más de ochenta años, a dibujar un semblante del hacedor de obras de arte fatto a Cinecittà desde una perspectiva insólita y original, la que le da su posición privilegiada de amigo de juventud del homenajeado. A pesar de que la filmografía de Scola no puede compararse al mundo felliniano, bien es verdad que ha firmado algunos títulos indispensables del cine italiano, desde las exitosas Una mujer y tres hombres (1974) y Brutos, feos y malos (1976), al duelo interpretativo insuperable de Sophia Loren y Marcello Mastroianni en Una jornada particular (1977); sus películas están hechas con muchísimo oficio, talento dosificado y un compromiso social presente en buena parte de sus títulos.
Lo que más llama la atención de esta sincera declaración de amistad titulada Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico!) es su rara estructura, alejada a kilómetros luz del biopic al uso, sin una progresión con golpes de efecto organizados en torno a los momentos cumbre de la vida de cualquier persona: nacimientos, muertes, enamoramientos, éxitos o fracasos. La película arranca con buena parte de su metraje centrado en la llegada de Fellini a Roma, para trabajar en la revista satírica Marc’Aurelio. Ahí empieza lo extraordinario. Scola juega con las viñetas humorísticas focalizando la atención en ellas, auténtico germen del talento de Fellini y que explotará en sus películas, como intentado justificar desde sus humildes orígenes un paraíso perdido de inocente creatividad.
Otra buena parte de la película está centrada en los recorridos por la ciudad de Roma que Fellini y el propio Scola hacían juntos para inspirarse, para conocer mejor la calle. Prostitutas, artistas callejeros, el propio narrador de la película… Sentados en la parte trasera, como si se tratara de un interrogatorio en un taxi. Scola integra imágenes de Roma (1972), mediante el chroma key, en una particularísima fusión del cine de ambos amigos.
Hay lugares comunes, como los delirios hagiográficos en torno a sus cinco Oscars (ninguno de ellos como director), pero especialmente esa vorágine de imágenes de sus grandes obras maestras: La Strada (1954), La dolce vita (1960), Fellini, ocho y medio (1963), Amarcord (1973)… Que tanto se esperan pero que solo llegan como orgiástico collage a poner el punto y final. Aunque, bien es cierto, nunca nos cansaremos de ver a Anita Ekberg en la Fontana de Trevi o a Giulietta Masina, tan triste, tocando el tambor para Zampanó. A cambio, hay material inédito, especialmente pruebas de casting (para ¡Vittorio Gassman o Alberto Sordi!) o suculentas anécdotas a cuál más divertida.
Ocurre que, al terminar el visionado, se puede tener esa sensación de que podía haber más, que el genio de Fellini es inagotable e inabarcable, como el gigantismo de sus escenografías, pero es fácil reconciliarse con Scola y su íntima reflexión sobre su amigo Federico Fellini. Pues al final esa era la misión con la que el director había decidido volver a ponerse detrás de una cámara, la energía que le ha devuelto a la actividad cinematográfica, una década después de su última producción, el documental Gente de Roma (2003). Y es que Qué extraño llamarse Federico no es un documental al uso, ni siquiera una película, simplemente la constatación de que la admiración y la amistad entre los dos cineastas sigue perviviendo más allá de la muerte.