Los thrillers con psicópata fueron uno de los subgéneros más cultivados por el cine comercial durante los años noventa del siglo XX. Los héroes torturados, los asesinatos truculentos y una particular atmósfera viciada fueron los ingredientes de aquel boom que tuvo sus mejores exponentes en El silencio de los corderos y Se7en. La influencia capital de los filmes de Jonathan Demme y David Fincher se extiende incluso a la segunda década del segundo milenio con cintas como la estadounidense Premonición y la española Que Dios nos perdone, filme dirigido por Rodrigo Sorogoyen.
Esta última sigue los pasos de un policía incapaz de controlar su agresividad y su compañero en el cuerpo, un tipo con serios problemas para relacionarse con el sexo opuesto, que se encargan de investigar una serie de asesinatos de ancianas acaecidos durante la visita del Papa a Madrid.
El largometraje pretende, y consigue solamente de manera parcial, convertirse en una hija patria del célebre largometraje dirigido por Fincher y protagonizado por Brad Pitt y Morgan Freeman. Al igual que en aquélla nos plantea con un escenario casi infernal. Si allí nos encontrábamos con una ciudad deshumanizada y triste donde llovía constantemente, aquí la capital de España aparece descrita como un lugar nada acogedor, donde el excesivo calor aumenta más si cabe la irritabilidad de sus habitantes y la crisis económica ha convertido a la metrópoli en un hervidero de conflictos. Como ocurriera en Se7en, las víctimas de los asesinatos están mostradas con cierta crudeza, aunque Sorogoyen nunca alcance esa suciedad casi ambiental que se respiraba en cada fotograma de aquel hito del thriller.
No obstante, el clásico de los noventa no es el único filme del que piden prestado algunos elementos. La película parece empeñada en asumir sin prejuicios algunos tópicos del género policial, como el personaje del agente violento o aquel otro que tiene una personalidad que recuerda en bastantes aspectos al asesino que tiene que dar caza. Lo mismo se puede decir del psicópata con complejo de Edipo, casi un lugar común dentro de este tipo de largometrajes.
Sin embargo, las ideas manidas no son la peor rémora de Que Dios nos perdone. El guion, curiosamente premiado en la edición 2016 del Festival de San Sebastián, se toma excesivas licencias y cae en numerosas inverosimilitudes en su desarrollo. Así, por ejemplo, resulta bastante azaroso el primer encuentro entre los investigadores y el asesino en serie.
A pesar de sus múltiples debilidades, el largometraje funciona como un pasable entretenimiento. Sorogoyen logra imprimir ritmo al conjunto y se beneficia de un espléndido Roberto Álamo, que consigue que comprendamos y sintamos algo de compasión por ese agente incapaz de frenar su rabia. La gran labor del intérprete madrileño ensombrece algo el trabajo del habitualmente estupendo Antonio de la Torre, que parece no haber interiorizado lo suficientemente su papel de policía tartamudo y lleno de traumas.

Antonio de la Torre da vida a un policía tartamudo y con serios problemas de relación con el sexo opuesto en Que Dios nos perdone
Dentro de los aspectos positivos de la película destaca también un castizo y oscuro sentido del humor, especialmente presente en el rol de la vecina de una de las víctimas. El personaje parece sacado de La comunidad o REC, dos cintas que han sabido mezclar de manera adecuada el cine de género con cierta comedia costumbrista inequívocamente hispana.
En resumen, Que Dios nos perdone funciona como un efectivo pasatiempo, aunque su falta de originalidad y algunos trucos impiden que nos encontremos ante un largometraje importante dentro de su género.