El Fun House se encuentra en un barrio (Trafalgar) y sobre todo una calle (Palafox) tradicionalmente dedicados al ocio nocturno madrileño, aunque este ha ido cambiando cualitativamente con los años. A finales de los ochenta y principios de los noventa era campo abonado para adolescentes con un intenso don de la ebriedad (que me perdone la paráfrasis Claudio Rodríguez, no hablamos de la misma ebriedad) y unos criterios estéticos de dudoso gusto (cuando no unos gustos ideológicos repugnantes). Con el tiempo las hordas sedientas de música machacona e inmunes al garrafón fueron reduciéndose, aunque nunca han desaparecido del todo y todavía quedan por el barrio locales clásicos de este ocio idóneo para mentes irreflexivas e impermeables al arte o la cultura. Pero, también con el tiempo, el ambiente mayoritario fue cambiando y comenzaron a adquirir un mayor peso otro tipo de negocios, ya bien asentados pero hasta entonces sin excesiva influencia, que de pronto, casi por capilaridad, generaron la apertura de otros establecimientos de similar perfil. Así, un par de cervecerías especializadas, a las que podían acudir sin reparo los «connaisseurs», contaminaron a otras no tan significadas con la calidad; los bares de toda la vida llamaron a otros bares, algunos franquiciados, que pretendían dar esa imagen «de toda la vida»; algunos pequeños bistrós especializados en comida de países más o menos lejanos (y más o menos exóticos) abrieron la veda de los japoneses, coreanos, hindúes (pocos, no desde luego como en Lavapiés), mexicanos y, cómo no, algún que otro chino y numerosos italianos; y, finalmente, el terraceo anidó y las ligeras mesas y sillas de aluminio invadieron todo el perímetro de la otrora abandonada pero hoy llena de vida e imprescindible para ese cutrechic sucedáneo de vivir mediterráneamente en Madrid que tanto gusta a la joven burguesía de la ciudad. Pero ¿dónde han quedado los bares de copas? Pues ahí el panorama se ha vuelto más heterogéneo de lo que nunca fue. Sigue habiendo, como decía, locales para el ocio autodestructivo adolescente, algunos con decenios de alcohol malo a sus espaldas; quedan también algunas opciones trasnochadas, con un interiorismo que ya estaba desfasado veinte años atrás y que solo parecen atraer a una clientela poscincuentona o decididamente rancia; está el local de magia, el que te ofrece conciertos de cantautores y luego pincha rock; el que pone a disposición del cliente un par de guitarras y un teclado para improvisar unos acordes y desgañitarse; la sala Clamores, que sigue programando buen jazz, blues y flamenco aunque algunos días se desoriente y caiga en el indie, y, finalmente, una serie de locales que han abierto al abrigo de los nuevos aires que parecen respirarse en el barrio y que también han propiciado la apertura de una tienda de cervezas (The Beer Garden), una magnífica tienda de cómics (Atom Comics), un salón de tatuajes, una boutique de ropa ecológica, una tienda-taller de bicicletas urbanas, algún negocio de objetos decorativos hipster que no llegó a fraguar y, para almas quizá no menos modernas pero sí más acomodadas, una escuela de yoga y un establecimiento de planchado para particulares que aborrezcan esta tarea doméstica. Estos bares de copas que contribuyen a revitalizar el barrio son el Helter Skelter y (por fin regresamos a él) el Fun House, y ambos están dedicados al rock en distintas facetas, del rock and roll clásico al heavy.
El Fun House es un local oscuro, decorado con carteles y entradas de conciertos que ya marcan la línea de lo que se podrá escuchar, una estatua gigante y dorada de Elvis y un escenario que, tras sucesivas reformas, es cada vez más grande, hasta el punto de que parece ocupar más espacio que el destinado para el público. Una camarera con el pelo de color rosa y camiseta de Deborah Harry atiende en la barra y por allí pulula aquel tipo de pelo largo liso y pocas palabras que hace unos años atendía en el Rock Palace. Subiendo unas escaleras a la derecha del enorme (en proporción con el conjunto) escenario, se accede a los baños y a la cabina del disc jockey, donde se puede oír pinchar rock and roll, soul, rockabilly, rock, garaje, surf, frat rock setentero, beat, power pop, soul, funk, glam, punk y otros estilos, en vinilo y a poder ser con la pátina de los años reflejada en sus surcos. En cuanto a los conciertos que programan, siguen la línea sonora de lo que pinchan sus DJ, con presencia notable de bandas traídas de fuera de España. El pasado jueves 11 de septiembre llegaron de Londres MFC Chicken, que tienen dos discos en el sello londinense Dirty Water Records (que ha editado un par de álbumes de Los Chicos) y practican un rock and roll y garage con sonido sucio y saturado y un acusado sentido para desatar arrebatos bailongos con trallazos de rhythm and blues, surf, twist y lo que se les cruce por el camino. Los cuatro miembros estables de la banda (faltaron el reverendo Parsley y sus ojos lascivos al teclado) se hicieron un poco de rogar, pero finalmente salieron al escenario, más o menos una hora después de la anunciada. Subió primero Ravi Low-Beer, el batería, cráneo brillante y gafas redondas, vestido con camisa blanca, pantalones negros y un fino lazo también negro, y mientras aporreaba su escueto instrumento salió el resto del grupo: el bajista Fernando Terror, el guitarrista Alberto Zioli (con una preciosa Gretsch) y el hombre espectáculo, el saxofonista venido de tierras canadienses Spencer Evoy. Larguirucho, con gafas Ray-Ban fifties de montura de pasta y cristal al aire por debajo, vestido de riguroso negro, también con camisa blanca y lazo fino, pone voz varonil y cara de seductor o saca crudos cacareos a su saxo tenor mientras se desliza por el suelo con la parte inferior de los tobillos hasta quedar completamente abierto de piernas y luego vuelve a ascender sin dejar de tocar, o bien se acerca al público y le escupe un solo, o se aleja del escenario y, elevado sobre el promontorio del acceso a los urinarios, arquea la espalda hacia atrás y hace que la campana del saxo lance sus riffs cortantes y sus ráfagas de notas gallináceas al techo.
La gente se divierte y algunos bailan salvajemente en primera fila. El concierto no es excesivamente largo en términos absolutos, pero con canciones de tres minutos y en la mayoría de los casos cortadas por el mismo patrón de primera, cuarta, quinta, puede resultar un poco monótono. Los Ramones, en sus inicios, hacían pases de veinte minutos y allí radicó su éxito ante un público estupefacto. Aunque también es cierto que si el respetable responde con gruñidos afirmativos y a la hora de terminar corea cual hooligans en un partido de fútbol, no es extraño que la banda se anime y regalen tres o cuatro bises de varias canciones. El público madrileño suele ser de poco moverse y mucho hablar, pero en este caso, aunque el entusiasmo de las primeras filas no se contagiase, pareció pasárselo bien en general. Como primer concierto de la temporada resultó muy divertido; ojalá todos los que vengan sean así.
Tras el concierto el local se vació rápidamente, aunque la gente se quedó en los aledaños del bar fumando y hablando del asunto. Quizá volvieran a entrar, pues la fiesta seguía con pinchadiscos cuyo objetivo debía ser prolongar la diversión con sonidos crudos y garajeros. Pero esa es una historia que tendrán que contar los que no entren a trabajar a las ocho bien lejos del animado barrio de Trafalgar que tantas satisfacciones da a sus residentes.