En la imagen un fragmento del cuadro “Hombre secándose la pierna” (1884) de Gustave Gaillebotte, que ilustra la portada del libro «La verdad ignorada«, de Emilio Peral Vega
“E fueron las flores
de cabe Espinama
los encubridores”.
(M. de Santillana)
Por Marcos Gisbert
Sobre la obra de Emilio Peral Vega «La verdad ignorada» Cátedra (2021)
Para Bergson, hay religiones que justifican los sistemas cerrados de dominación igual a como actúa la quinina de un insecto: estos no pueden crecer más pues, en caso contrario, les explota el caparazón. Los vertebrados actúan de forma inversa: vertebran un esqueleto por dentro y le colocan una muscularidad, lo que les permite crecer mucho más, como hace, pongamos por caso, un elefante. La vida creativa es como los vertebrados: tienen una constitución interna tal, que les permite crecer en distintos grados, a diferencia de los insectos, que lo hacen hasta cierto punto en que no pueden seguir. En modo similar a la quinina del insecto puede decirse que ha actuado históricamente un sistema heteronormativo que, en todos los campos de la sociedad y el conocimiento, ha aplicado cierta norma de pensamiento reduciendo a la inanición –cuando no directamente a la condena– los afectos y saberes marginales y alternativos a su producción metódica, constante, autoconvencida e inamovible en su mismidad.
En general, se ha silenciado el legado cultural de ciertas voces (no masculinas, no heterosexuales, pero también no blancas, no de clase media), y cuesta salirse de lo reconocido como “clásico” y –abuso intencionadamente de las comillas– de los “grandes autores” (una selección de unos pocos “hombres honorarios”), un sistema de “vigilancia” (gatekeeping) al que ya se refería Virginia Woolf. Como parte de la estrategia actual de señalar hacia el ignominioso o, como en el cuento, hacia las costuras del nuevo traje del emperador cuando el emperador andaba desnudo, Emilio Peral, con erudición y documentación inusitadas, relee en “La verdad ignorada” a nuestros autores y autoras del marco clásico contemporáneo con las gafas rosas puestas, algo que ya recomendaban nuestras precursoras y cómplices del feminismo con su problemática propia desde la academia, ellas con las “lentes moradas” en la mano (pienso en Gilbert y Gubar, Elaine Showalter, Elaine Hedges, Mary Jacobus, o en la influyente obra Sexual/textual politics, de Toril Moi).
Su querencia se centra en aquellos escritores que, según sus palabras, representan “las diferentes actitudes –elusión, ocultamiento, juego, tragicidad…– ante la expresión del deseo erótico entre hombres”, centrándose en el período de 1890-1936, cultural y socialmente bullicioso. Sitúa en la obra una mirada microscópica a obras y pasajes de obras de Jacinto Benavente, Cernuda, Lorca, o a una obra teatral, inédita hasta la fecha, de Gregorio Martínez-Sierra y María de la O Lejárraga, Sortilegio, continuamente referida en las aproximaciones a la literatura homosexual española y, por primera vez, editada enteramente bajo el permiso de los herederos. Alegra comprobar el amplio marbete de referencias compartidas, lo que consuela en la sólida existencia de una comunidad de afectos encadenados. Ahí están Alberto Mira con su De Sodoma a Chueca, Manuel Ángel Conejero y su Eros adolescente, la Historia de la literatura gay de Gregory Woods, Ian Gibson dotando a la obra lorquiana de perspectiva histórica, y un sinfín de obligadas y estimadas referencias. Cuando al rigor se suma la generosidad (en la mirada, la comprensión, el trabajo añadido –esos dos anexos que completan una lectura ya no solo teórica–) surgen obras que se ganan por sí solas no solo la atención del respetable, también su afecto.