Poesía y revolución

Poesía y revolución

“La violencia poética- tal y como siempre surgió de algunos movimientos, algunos encuentros, algunos pensamientos, y no por supuesto lo que hoy se produce con el pretexto de la poesía y que no es sino un pretencioso adorno del tedio- mostraba entonces, con su luz inactual,  cómo aún podía iluminar lo que tanto se pretendía hacernos olvidar definitivamente.”

Annie Le Brun

Cualquiera que haya seguido mínimamente mi trayectoria como poeta o como colaborador impertinente en las páginas de esta revista, sabrá que no me interesa en absoluto ninguna manifestación presuntamente poética que no sea profundamente subversiva. Habrá que aclarar este término, porque si no mucho me temo que los cultivadores del tedio y la celebración de sus minúsculas experiencias en forma de versos, pensarán que estoy reivindicando una suerte de poesía panfletaria, cuajada de eslóganes y llamamientos a la movilización de la clase obrera.

Nada más lejos de mi intención.

Digamos, de entrada y de una vez por todas, que la poesía está al servicio de la vida, y nunca la vida al servicio de la poesía. Es por eso que me aburro profundamente ante la recopilación, más o menos acertada en un poemario, de momentos falsamente vividos que parecen encontrar su máxima justificación sólo por el hecho de haber ascendido al estatus de obras artísticas. En el fondo me parece asistir a la misma lógica que nos empuja a ser meros consumidores y acumuladores de mercancías. La vida como mancha original y peligrosa que sólo podemos domesticar dentro de los márgenes de la cultura.

De ahí todas esas poéticas ridículas y paralizantes que nos señalan la poesía como un lugar de refugio. Como un cuartel de invierno en el que jugar con bellos soldaditos de plomo mientras afuera arrecia la artillería.

En palabras de Julio Monteverde:

Se trata no sólo de que la poesía se plante en el presente para cambiarlo, facilitando la experiencia más intensa de lo que se vive, sino que se vuelca siempre en crear más, en multiplicar unos estados que parecen coincidir de forma explícita con una intuición de verdad necesaria. Es así, y no de otra forma, que la poesía debe ser entendida como una fuerza subversiva”

O en las de Jose Manuel Rojo:

Si se ha hablado en efecto de la poesía del disturbio y del sabotaje, es porque la alteración del orden dominante y de la paz social puede poner en cuestión la realidad oficial introduciendo lo imposible

(…)

Es aquí, en esta intransigencia insobornable ante la realidad que existe supuestamente para siempre, como si fuera un castigo divino o una ley natural, donde reside el núcleo radical de la experiencia y práctica de la poesía, tanto en el plano individual como en el colectivo.

Experiencia radical individual, porque por su propia plenitud desinteresada y gratuita, se enfrenta al vacío programado de la vida cotidiana sometida a la economía, donde toda sensación tiene un precio y todo afecto un coste, y donde nada deja ninguna huella existencial que no sea la necesidad compulsiva de consumir otra nueva mercancía”

 

Y no, señores. La poesía no es ni será nunca un refugio. La poesía (no sólo en su variante clásica y escrita) es un arrojamiento a la intemperie. En la asfixiante sociedad conexionista en la que vivimos, donde se sacraliza la comunicación a costa de la distancia, la reflexión profunda sobre los códigos simbólicos imperantes para agrietar su estatus de verdad es la gran tarea poético-política (valga la redundancia). Tarea que no pretende un arte especializado productor de obras de buen gusto y consumibles, sino la demolición sistemática y alegre de las cúpulas culturales que impiden la irrupción de lo maravilloso. Y si la política es la construcción común de la realidad, entonces, el poeta, con su conciencia del caos y del abismo entre los dedos, es el verdadero constructor del espacio necesario para la diferencia. Platón, ese gran denigrador de la belleza y el coraje de los cuerpos, sabía muy bien lo que hacía cuando decretaba la expulsión de los poetas de su República. El engendro social ordenado e ideal que le obsesionaba, necesita más que de ninguna otra cosa de la univocidad para poder perpetuarse. Sin duda en ese marco, sospechosamente próximo al del postcapitalismo y su pensamiento único, el poeta es el portador del fuego subversivo. El destructor de las identidades en el altar de la diferencia. La carne de la contradicción . La excepción como regla. Mucho más peligroso que la maquinaria de guerra persa aproximándose al paso de las Termópilas. Poesía y revolución son siempre lo mismo. Frente al miserabilismo de la mercancía, la experiencia gozosa de lo imposible. Frente a la realidad terminada y unívoca, la polisémica dinamita de la palabra arrancada a los dominios de la maximización del beneficio. La poesía no es si no se desangra contra los  nidos de ametralladora del realismo.

Hay que seguir, pues, trabajando la grieta. Reencantando el mundo. La libertad no es algo que podamos reivindicar. Es algo que debemos inventar. De otro modo apenas estaríamos adquiriendo otro producto de los que se acumulan en los expositores del capitalismo. Libertad a precios imbatibles. Diferentes modelos de libertad. Garantizados. Si no queda satisfecho le devolvemos su dinero.

Autor

Javier Cristóbal es madrileño, psicólogo disidente y profesor de Integración Social. Ha publicado los libros "Genealogía de lo Imposible" (Vitruvio), "Feroces de Pensamiento" (Vitruvio), "La hospitalidad de la intemperie" (Amargord) y "Heterotopías" (Amargord).

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