Poesía y muerte de Pablo del Águila

Poesía y muerte de Pablo del Águila

Por Rubén Romero Sánchez

«Escribo para mí. Nadie me escucha.» (Pablo del Águila)

De vez en cuando se descubre, o se recupera, un autor que había sido olvidado, dejado al lado, o al que simplemente no se le había prestado la atención que mereciera. Es raro que ese descubrimiento, o esa recuperación, modifique el canon, pero muchas veces aporta riqueza al mismo e, inevitablemente, imparte justicia. Pablo del Águila (1946-1968), por edad, podía perfectamente haber formado parte de la antología sesentyochista que preparó Castellet y que, como todas, incluyó nombres de una mediocridad exasperante y se dejó fuera otros que, con el tiempo, se han revelado más importantes: «construido [el canon del 68] desde su origen a partir de estudios y antologías de acusado sectarismo pero buena publicitación, con los que se ha venido difundiendo una imagen muy sesgada de aquel rico panorama poético, que unas veces excluye nombres de calidad incuestionable y otras, inexplicablemente, concede una importancia excesiva a poetas que, en rigor, nunca lo han sido», afirma Jairo García Jaramillo en su excelente estudio previo. ¿Por qué es importante conocer la voz de Pablo del Águila? En mi opinión, sobre todo porque lo que da es mucho, a pesar de que promete aún más: «Pido perdón / por atreverme a hablaros», declara. ¿Qué tiene que contar un poeta que murió a los veintidós años? Más lecturas que vida, en este caso; más reflexión que vivencia. Y con qué clarividencia: «Nos disteis una vida / para poder odiarnos sin remio. / Nos amamos lo poco que pudimos /sin exigencias de ninguna clase. / En la tierra plantamos nuestro amor: / en ella resonamos para siempre. /Amamos nuestros hijos, / nuestra esperanza estéril, / nuestras ansias de ser como Dios manda», escribe en un poema de claro contenido reivindicativo, generacional incluso.

La voz de Pablo del Águila me parece más auténtica que la de muchos poetas jóvenes que impostan su actitud con la intención, o bien de que se descubran sus maestros y se los afilie rápidamente a determinada corriente, o bien justo lo contrario, tratando de matar al padre para convencernos de que la autogénesis existe. Pablo del Águila escribe como puede, contra sí mismo, contra su propia ansia, contra el propio proceso de escritura, y a veces se dirige a un tú, a veces a un vosotros y a veces a un yo desdoblado; me encanta ese espacio para la oralidad: «No me hagas caso cuando / te cuente cosas / tristes». Sabía perfectamente de qué iba esto, cómo vuelve una y otra vez sobre la idea del canto, la voz propia en comunión con el otro, individual y colectivo: «Mi canto es de este mundo», escribe, y yo pienso en Neruda, en Darío y, sobre todo, en un Whitman a quien entreleo en muchos de sus poemas. Pero también subvierte la tradición, como en un poema elegíaco en el que, identificándose con el río, a quien se dirige el yo poético, Del Águila establece una suerte de conversación con Manrique para hablar de sí mismo, de su propia muerte que, como en tantos poemas, vislumbra, adelanta: «Solamente la muerte / me pareece segura».

Yo no conocía a Pablo del Águila antes de leer este libro. Ahora que he lo he leído incapaz de sustraerme al hecho de que su autor murió, probablemente suicidándose a los veintidós años, pienso qué podría haber llegado a escribir si no se hubiera marchado tan temprano («los versos tan hermosos que me faltan»), qué poeta tendríamos hoy, por dónde habría discurrido su escritura. Del Águila tenía un acusado instinto culturalista y esteticista, a mi entender, al que se fue incorporando un matiz social o reivindicativo. ¿Cuál de estos dos decires habría triunfado? ¿Ambos? ¿Qué evolución habría experimentado? ¿Habría acabado vendiendo armas en África o convirtiéndose en uno de nuestros poetas intocables? Soy incapaz de leerlo sin hacerme esas preguntas. Pero algo sí tengo claro: en las sucesivas relecturas que he realizado estos meses para asimilarlo antes de escribir nada sobre él, he descubierto elementos nuevos, matices más ricos, nuvas referencias y deudas, y eso, amigos, significa que estamos ante uno de los buenos, de los pocos verdaderamente buenos.

Autor

Rubén Romero Sánchez (Madrid, 1978) es licenciado en Humanidades (2000) y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (2002), y ha realizado cursos de Doctorado en Literatura Española. Ha publicado los poemarios La Luna lleva tu nombre tatuado (2001), Lo que importa (plaquette, 2002), El mal hombre (2012), Cuando los dioses no existían (plaquette, 2013) e Historia de la locura (2017), además de las novelas La tristeza (2014) y Ayer no fue la vida (2018), y ha sido recogido en diversas antologías de poesía y narrativa, como Vigilia Poética, del Centro de Poesía José Hierro (2003), Breviario de Relatos (2006), Antología del beso (2009), Ida y vuelta (2011) Voces del Extremo (2013) o Antología de poesía Netwriters (2014). Ha participado asimismo en el libro colectivo Vivir el cine: 120 películas que no podrás olvidar (2013), ha dirigido la sección de cine de la web cultural Culturamas, y ha sido presentador de las tertulias de cine de Periodista Digital TV. Escribe, además, en diversos periódicos y revistas sobre literatura, cine y ópera. Ha presentado numerosos actos culturales e impartido conferencias en la Academia de Cine, el Ateneo de Madrid, la Asociación de Escritores Españoles y diversas universidades. Ha sido editor en Ártese quien pueda Ediciones. Su obra ha sido traducida al árabe, ruso y portugués.

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