Llegó a la plaza por primera vez una mañana temprano. Le contó a Manoli, la kioskera, que era nuevo en el barrio, y hablaron de los alquileres y de las pescaderías más fiables de la zona. Se quedó de pie leyendo el periódico, pero antes de llegar a la página cuatro ya había pegado hebra con el jardinero sobre los cuidados de las azaleas. Hacia las once, unas palomas le anduvieron rondando los pies hundidos en la tierra. A mediodía las perneras del pantalón tenían una textura leñosa, y un perro las olisqueó sin terminar de decidirse. Para la hora de la siesta de orejas y nariz le habían brotado ramas, que lucían una fronda espesa cuando los niños llegaron en tropel a la salida del colegio. En la penumbra del atardecer un abuelo regañó a su nieto por grabar unas iniciales en su corteza. Antes de las doce floreció en unos pomos fragantes, aunque los enamorados que se comían a besos contra su tronco ni notaron el perfume.
Unas semanas después, un camión aparcó sobre el paso de cebra. En los monos de los operarios que lo talaron, a él y a todos los demás, decía POM. Extrajeron tocones, desmontaron columpios, retiraron los bancos y se llevaron el kiosko. Tuvimos que darle dos tilas a Manoli mientras ellos lo cubrían todo con una capa gruesa de cemento. Para la inauguración vino la alcaldesa, hubo discurso y unos desconocidos que aplaudían a rabiar.
Desde entonces nadie ha vuelto a echar raíces en la plaza. Tampoco se ven palomas, perros, niños, abuelos, ni mucho menos enamorados.