Descubrí a Peter O`Toole en un thriller bastante anodino aunque de buena factura inglesa, El robo al Banco de Inglaterra, dirigida por John Guillermin; pese a su blanco y negro reparé enseguida en su mirada electrizada y enloquecida, de la que se sirvió David Lean para lanzarlo al estrellato en Lawrence de Arabia, la película por la que seguramente siempre será recordado el alto, rubio, aristocrático y bastante afectado actor irlandés que midió, en esta película a su medida, sus fuerzas con buena parte del elenco masculino de Hollywood y salió ganador. Su belleza turbadora y ambigua le hizo ser el ángel exterminador cuya mirada incendiaba Sodoma y Gomorra en La Biblia de John Houston y el policía bueno que salvaba al salvaje inuit Anthony Quinn en Los dientes del diablo de Nicholas Ray. Nadie como él para encarnar al militar asesino de La noche de los generales, de Anatole Litvack, en donde volvía a verse las caras con quien le había quitado el papel protagónico en Doctor Zhivago, Omar Sharif (un actor egipcio haciendo de oficial de la Wehrmatch fue todo un desafío para el jeque negro de Lawrence de Arabia). Midió su glamur con el de Audrey Hepburn en la sofisticada comedia Cómo robar un millón y… a las órdenes de William Wyller. Peter O’Toole fue durante unos años el actor de moda, el Michael Fassbender de toda su época. Luego su físico se apagó de forma espectacular, su tez envejeció, sus ojos azules perdieron brillo y los huesos comenzaron a perforar su cara. El irlandés bebía todo lo que podía, pasaba por ser una esponja a la altura del galés Richard Burton con quien compartió película, y supongo que borracheras, en la extraordinaria Becket dirigida por Peter Glenville, en donde encarnaba a Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra, mientras el Marco Antonio de Mankiewicz se hacía pasar por santo. Tanto le gustó su personaje regio que lo repitió junto a Katherine Hepburn, y sin que se advirtiera mucho la diferencia de edad entre los protagonistas, en El león en invierno. Hubo películas fallidas a pesar de sus directores, Richard Brooks, y el autor del texto adaptado, Joseph Conrad, como Lord Jim. Hubiera sido un extraordinario Kurtz si Ford Coppola lo hubiera querido para su Cozarón de las tinieblas, que ya lo interpretó en 1965 en una pequeña producción, pero el norteamericano prefirió a Brando en la libre adaptación de la novela de Conrad Apocalipse now. Cada vez más alto (medía más de metro ochenta), más desgarbado (el espectador se sorprendería de lo reñido que estaba con los uniformes en Lawrence de Arabia y de lo bien que le sentaban las túnicas), más enflaquecido, se fue apagando en una serie de papeles secundarios, algunos de lujo, como el preceptor de El último emperador de Bernardo Bertolucci, Tiberio en Calígula de Tinto Brass o el rey Priamo en Troya de Wolfgang Petersen. Pero si hay un papel suyo que recuerde con infinito cariño es el de galán entre gatitas, y qué gatitas todas (Capucine, Romy Schneider, Paula Prentiss, Úrsula Andress, en su máximo esplendor físico) en esa alocada comedia titulada Qué tal Pussycat, el primer guion de Woody Allen llevado al cine, y una de sus primeras apariciones en la pantalla, película tan simpática e ingenua a la vez, tan glamurosa y disparada en donde hasta estaba bien un Peter Sellers como psiquiatra obseso y melenudo.
Confieso que hace ya mucho que esperaba su muerte, que si algo me ha sorprendido ha sido su resistencia a ella y que ésta se haya producido a la provecta edad de 81 años. O’Toole, un actor que sobresalía en sus papeles de atormentado, icono de ambigüedad sexual, seguramente hundió su talento en el fondo de una botella de whisky.