Fotografía de portada: © Johannes Eisele
El grupo de operarios medio adormilados se pone en marcha en dirección a las puertas de la fábrica, que se van abriendo despacio. El ulular de la sirena acaba de partir en dos el silencio de la noche, lo mismo que cada día parte en dos sus vidas: doce horas en las que dormir un poco, atender a malas penas a los hijos y apaciguar con vodka y sopa de col las dentelladas del frío; las otras doce extenuantes de trabajo, sudando bajo el calor que genera la maquinaria.
Entre los obreros que salen tras haber terminado su turno hay muchas caras de mujer, aunque sus cuerpos apenas se adivinan bajo las capas superpuestas de ropa. Milenka se arrebuja en su mantón al sentir la bofetada del viento. La mujer que va a su lado, visiblemente mayor que ella, la coge del brazo en un gesto protector. Juntas cruzan la cancela, bajan hasta la esquina y se despiden sin más, pues no está la noche para charlas. La mujer, al igual que la mayoría de obreros dispersos a su alrededor, enfila hacia las hileras de casuchas que en los últimos años han surgido como hongos en torno a la fábrica: allí se hacinan en condiciones deplorables las familias de campesinos reconvertidos en trabajadores industriales por la hambruna. A Milenka, por su parte, aún le queda una buena caminata hasta la cabaña de sus padres en las afueras.
La niebla que sube del río forma una amalgama opaca con las emanaciones de la fábrica y se retuerce en volutas de un amarillo sulfuroso. Milenka recuerda los cuentos de las abuelas en las noches sin luna, historias de no-muertos bebedores de sangre que se transforman en niebla para acechar a sus víctimas, y el corazón se le acelera, lo mismo que los pies. Ya en el puente, se le antoja que entre el fragor del agua que arrastra grandes trozos de hielo unos metros más abajo se distinguen unos susurros espectrales. Milenka se estremece y mira hacia atrás, como esperando encontrar unos colmillos prestos a hundirse en su carne, pero su mirada se estrella contra el muro de niebla. Aprieta el paso y llega a la otra orilla, sintiéndose por un segundo a salvo al final del puente, entre los dos faroles que forman una isleta de luz donde reposa unos instantes. Algo escurridizo se le enreda en los pies. Su grito de terror se superpone al chillido de la rata, de la que apenas acierta a ver un rabo costroso que la niebla engulle como si lo devorase. Más allá de la breve burbuja iluminada, se extiende un camino que la joven habrá de recorrer casi a tientas: es época de deshielo y hay que evitar andar pegado a las paredes, pues en cualquier momento puede desprenderse un carámbano desde un tejado, así que Milenka avanza por el centro de la calle, donde el neblumo se impone a los faroles cada vez más escasos.
A medida que el río va quedando atrás, la niebla se desgaja en pálidos jirones flotantes que le hacen pensar en las manos de uñas largas de los no-muertos. El corazón se le desboca. Corre y sus zancadas resuenan en el silencio con un extraño eco. Se detiene para tomar aliento, pero en vez de recuperarse se ahoga al darse cuenta de que el supuesto eco es en realidad el ruido de unos pasos que se le aproximan de frente. Casi enloquecida por el pánico busca frenéticamente el rosario que siempre guarda entre sus ropas, pero ya es demasiado tarde. Una figura alta toma forma y la agarra con fuerza por los hombros. Milenka se retuerce, intenta hurtar el cuerpo a aquellas manos poderosas mientras puntúa sus esfuerzos de alaridos, sobre los que la voz de la aparición se eleva con rotundidad:
–Hay tanta niebla que estaba preocupado por si te perdías. Venga, vamos a casa, hija.
Me ha gustado mucho, Ana. Es un texto muy cuidado, con una ambientación rica en detalles y una atmósfera inquietante muy conseguida . Enhorabuena.
Me has encogido el corazón, has logrado esa atmósfera de miedo. Felicidades
vaya sorpresa, me ha gustado y me ha tenido en vilo hasta el final, muy bueno¡¡¡¡