Por NACHO CABANA
Las adaptaciones teatrales de grandes novelas de la literatura latinoamericana son tendencia en la cartelera barcelonesa. Entre el final de la temporada 20/21 y el comienzo de la 21/22 (con el Grec por en medio) son varias las obras programadas que beben de clásicos del otro lado del Atlántico.
No hace mucho veíamos en el Poliorama la adaptación que Carlos Saura había dirigido de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez. En el mismo recinto veremos en septiembre, la adaptación que idénticos responsables han hecho de La fiesta del Chivo de Vargas Llosa. En el Teatre Grec se presentará los días 18 y 19 de julio, una versión de La casa de los espíritus de Isabel Allende con dramaturgia de Anna Maria Ricart y dirigida por Carme Portaceli que a buen seguro volverá más adelante. Y en el Romea podremos ver hasta el 8 de agosto la visión que Pau Miró lanza sobre el Pedro Páramo de Juan Rulfo con dirección de Mario Gas.
No es nada fácil hacer visual la prosa laberíntica y fantasmagórica del autor mexicano. De ahí el enorme mérito que tiene el espectáculo programado ahora, tras caerse por culpa de la maldita pandemia de la programación regular del Romea del invierno pasado (pero que sí se presentó en Madrid en octubre de 2020).
Se nota en el texto el estudio y entendimiento previo que Pau Miró ha hecho de la novela original para separar y clarificar primero tiempos, espacios y personajes y luego, una vez asimilados y, en cierta forma, reescritos, volver a mezclarlo todo con el escenario en la cabeza.
Una labor fundamental esta para que ni los actores ni el director se pierdan durante de la puesta en escena, máxime cuando Mario Gas ha de asumir un segundo reto no precisamente menor: que sean solo dos los actores que interpretan a todos los personajes.
Cuenta para ello con el trabajo de Vicky Peña y Pablo Derqui, dos comediantes con una impresionante técnica actoral y un experiencia sobre las tablas que les permiten no solo pasar de un personaje a otro simplemente cambiando la expresión corporal o el timbre de voz, sino componer cada uno de ellos como si fuera el único.
Mario Gas, en un trabajo a la altura de su histórica etapa en el Español de Madrid, transmite, además, toda la desolación, soledad y abandono que reina en Comala y que tanto recuerda a los pueblos arrasados por el narco en el norte de México en la actualidad.
Gas y Miró logran que se borre para el espectador la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos de manera tan imperceptible como le ocurre al protagonista, Juan Preciado, siendo el juego con los tiempos el único aspecto que en ocasiones se hace un poco confuso para el espectador que no tiene la novela original lo suficientemente fresca.
Acierta Gas, además, a no forzar más que uno de los personajes encarnados por Vicky Peña el acento mexicano; algo que suele quedar fatal en los actores españoles y catalanes (recordemos la reciente La nit de la iguana en el Nacional).
La escenografía de Sebastià Brosa recurre a dos elementos que, al modo de las barricadas de la versión musical de Los Miserables, se van moviendo y combinando para ofrecer los diferentes espacios en que se desarrolla la acción. Espectacular, en este sentido, el diálogo que desde la tumba mantienen Peña y Derqui.
El mapping de Álvaro Luna y el espacio sonoro creado por Orestes Gas acaban de redondear un espectáculo conciso pese a su complejidad y necesario en estos tiempos en que la muerte nos visita con mucha más asiduidad de la acostumbrada.