En Nikolái Gógol encontramos una de las personalidades más fascinantes y contradictorias dentro de la literatura universal, capaz de escribir sátiras como La nariz o El inspector y denunciar la realidad de la “triste” Rusia (así la definió Pushkin tras leer Las almas muertas), y al mismo tiempo alabar al zar y anhelar “reverstirse algún día con el humilde hábito” del monje. Nacido en 1809 en Soróchintsy, Ucrania, pronto viajó a San Petersburgo, donde entró en contacto con Pushkin, el gran poeta del romanticismo ruso, que lo apadrinó. Entre 1831 y 1835 publica varios libros de relatos en los que ya asoma su espíritu burlón y crítico con la vida de provincias y con el papel y la actitud del funcionariado, aunque recoge aún ecos románticos, como en Tarás Bulba, más cerca de la novela corta que del cuento largo, drama ucraniano cuyo nacionalismo sería suavizado en una edición posterior. También San Petersburgo sería fuente de inspiración de sus mejores relatos: El capote, La perspectiva Nevski, Diario de un loco, La nariz, publicados en 1842 y que servirán de transición literaria entre la generación de Pushkin y la de Dostoievsky y Tolstoi. En San Petersburgo escribe la novela Las almas muertas, donde critica el provincianismo de funcionarios y terratenientes, de criados y mujiks (campesinos, “almas”), cuya segunda parte quemó en 1846 en un arrebato de autoexigencia literaria y búsqueda de perfección moral.
El segundo tomo de Almas muertas ha sido quemado porque así tenía que ser. “No vivirá si no muere” (1 Corintios 15,36), como dice el apóstol. Primero es necesario morir para poder resucitar. (Pág. 137)
La cuidada edición que reseñamos presenta, junto con fragmentos como éste destinados a explicar el método de trabajo del genial escritor ucraniano, otros donde aclara el fondo moral, religioso, místico. La única ausencia notable es la de los textos que pudiera haber escrito Gógol desde 1847 hasta su muerte en 1852, ya que el libro fue editado por primera vez en vida del autor en aquel año de 1847. No obstante, la personalidad pública hipocondríaca y previsora de Gógol nos permite leer, como apertura del libro, su testamento redactado en 1845, donde percibimos ya a un autor que se ve a sí mismo como “un escritor” en ese sentido moral que comentaba:
Soy un escritor, y el deber de un escritor no es únicamente proporcionar un pasatiempo placentero al intelecto y al gusto; será castigado severamente si de sus obras no se difunde algún tipo de beneficio para el espíritu y si no hay en él alguna lección para la humanidad. (Pág. 19)
Para Gógol el cristianismo -y siempre que habla de esta religión alude implícita y explícitamente al cristianismo ortodoxo- tiene que atravesar espiritualmente no sólo a la literatura, sino a cada individuo y a la sociedad entera. Así, dependiendo del destinatario o destinataria de la misiva, del momento de deterioro físico y del asunto literario que lo ocupa, Gógol apela a la “pureza espiritual” como el gran poder de las mujeres (lo que añade una perspectiva más, y más desconocida, al debate acerca de la supuesta misoginia del autor ucraniano, que encubriría su también supuesta homosexualidad), sugiere la providencia divina en la enfermedad, y apela al origen divino no ya del lenguaje poético, sino de toda expresión.
La palabra debe ser tratada con honradez. Es el mayor regalo que Dios ha dado al hombre. (Pág. 35)
En cierto modo, el escritor debe ser, para Gógol, un modelo de honradez, además de un ejemplo de buen cristiano. La Odisea, la iglesia ortodoxa y Pushkin tienen en común ese papel, tanto de mediación entre dios y los hombres, como, más importante aún, de ejemplo de vida, con influencia “a nivel individual”. La escritura y la religión garantizan que, más allá de las leyes, haya “palabra viva”, un código “para la vida”. A este respecto, las cartas en que traslucen esbozos de crítica literaria, que se mezclan con las contradicciones y dudas y el absurdo del Gógol literato, dan muestra de una lectura nacionalista anclada en la religión ortodoxa.
Mis pensamientos y mis comentarios sobre literatura son lo más absurdo de todo. […] Las bases de mi artículo son justas; sin embargo, me explico de tal modo que con cada frase provoco la contradicción. Lo repito: en el lirismo de nuestros poetas hay algo que no se encuentra en los poetas de otras naciones, precisamente algo próximo a lo bíblico, ese estado elevado del lirismo que es ajeno a los flujos de la pasión, y que es un vuelo firme a la luz de la razón, el triunfo de la sobriedad espiritual. (Pág.68)
Gógol recorre los que para él son los dos grandes temas de la lírica rusa: el amor al zar y Rusia en sí, y se puede aplicar el análisis a sus propios textos epistolares, titulados significativamente: “Hay que amar a Rusia”, “Hay que viajar a Rusia”, “Cuál es, en definitiva, la esencia de la poesía rusa y cuál su particularidad”, “Los temores y los horrores de Rusia”, entre otros. Pero estos temas son presentados siempre con un matiz de crítica, el mismo que recorre con humor -humor negro- sus cuentos, su novela Almas muertas, y su única obra dramática, El inspector. Así, se queja de la pobre vida intelectual de Rusia, de la ausencia de cohesión social, de la poca voluntad de servicio de sus funcionarios.
Pero es que, de alguna manera, Gógol, en un nuevo despliegue de su personalidad, no sólo se ve como el guía espiritual de una sociedad empobrecida económica y espiritualmente: él es su primer personaje y su primer objeto de crítica. Precisamente por eso, el lector interesado en Gógol, en la literatura rusa, o en la literatura en general, encontrará en estas páginas un documento honesto, ameno e imprescindible, donde los consejos y el análisis de lo que y los que le rodean aparece junto a la lucha del autor consigo mismo.
A partir de ese momento empecé a dotar a mis héroes de mi propia inmundicia, a la que se añadían sus propias abominaciones. He aquí cómo lo hacía: cogiendo una de mis cualidades negativas, la perseguía en otro estamento y en otro oficio, me esforzaba por imaginármela en forma de un enemigo mortal que me hubiera infligido el más doloroso de los ultrajes, la perseguía con rabia, con sarcasmo y con todo lo que estuviera a mi alcance. Si alguien hubiera podido ver las monstruosidades que al principio salían de mi pluma, seguro que se habría estremecido.
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