Paris-Austerlitz es una novela final, la última obra escrita por Rafael Chirbes, que la finalizó en 2015 después de una redacción intermitente a lo largo de veinte años.
El narrador, un joven pintor madrileño homosexual, que ve en París no sólo una fuente de belleza inagotable para dibujar, también la escapatoria a la asfixiante relación con sus padres. Mientras estos siguen atormentándolo con la idea de que abandone el arte y recoja el testigo de la empresa paterna, el joven vive una tormentosa relación con Michel, un obrero normando que fue maltratado en su infancia y que le ofrece cobijo pero le obliga, a cambio, a entregarse completamente a él y aislarse del resto del mundo.
“Fuera, detrás de las ventanas sin visillos, la humedad se condensaba y se disolvía en gotas de agua. El calor de las resistencias empañaba los cristales marcando la diferencia entre dentro (nosotros) y el exterior: la ciudad, el mundo, con sus uñas, con sus dientes. Los muros que los propietarios coronan con pedazos de botellas rotas.”
La historia comienza y acaba con el final de esa pasión, la narración se detiene a examinar la pasión perdida, el tiempo perdido, en un ajuste de cuentas que no deja bien parado a ninguno de los protagonistas. Michel ha dejado de ser una figura fresca, cariñosa y atractiva para caer en la decrepitud física marcada por la diferencia de edad -es un “cincuentón”- y una temible enfermedad contagiosa -la “plaga”. El narrador, por su parte, rectifica una y otra vez su discurso, se descubre como un ser egoísta, conservador, asume las críticas que le realizaba Michel y los clichés que le imponían los parroquianos del “bar de los marroquíes” y el submundo homosexual proletario parisino.
El lenguaje de Chirbes no ahorra crudeza a la hora de describir las visitas al hospital, las despedidas, el distanciamiento entre el maduro trabajador francés y el pintor de piel aceitunada. El amor y la muerte se dan la mano desde el comienzo: las diferencias que encienden la pasión acaban por destruirla, el espacio que libera al narrador de sus padres se transforma en una jaula de la que, sin embargo, no puede huir del todo.
En el camino quedan señales, la memoria selecciona el curso pasado y lo transforma: así ocurre con la infancia de Michel, que se niega a sí mismo el reconocer que su madre se prostituyó para los soldados alemanes, y así ocurre con la narración de la propia vida. Una existencia sin orden pero con calor se convierte en un ordenado infierno de celos, el joven protagonista madrileño comienza pintando una danza de la muerte en torno a una sola persona, pero su vida está de tal manera atada a la de aquella que no tiene más remedio que elegir: o se retrata también él en esa danza, o regresa.
Paris-Austerlitz es la estación del sur, adonde llegan y de donde salen los trenes para quien viaje a España, Portugal y Marruecos. El viaje de Michel, el simple obrero normando que tiende a emborracharse y desconoce el gusto culinario, es un viaje aún colonial, de posesión y decadencia de esa posesión, que acoge a los seres moreno que vienen de esos países extraños y calientes mientras se ajusten a su norma. El amor que el narrador aprende de su amante es “paralizante, pesimista (contigo o muerto; contigo aunque sea muerto; contigo hasta la muerte) y sucio”. En cierto modo, es lo único que conserva de él: sigue contaminado por él, por su sexo.
“[…] no hay manera de limpiar la turbiedad inevitable del sexo. Difícil colocarlo en algún sitio, le insisto. Violencia entre dos cuerpos o de un cuerpo sobre otro. Contaminación.”
Chirbes describe la violencia que se produce cuando un mismo tipo de amor encuentra dos cuerpos diferentes, enfrentados: uno, proyectado hacia la muerte desde la estación de autobuses, en la fábrica y en la noche parisina; el otro, desde la estación del sur, desesperado en su afán por encontrar un poco de luz que ilumine el estudio y le permita encontrar su destino, sea la libertad de seguir huyendo o la esclavitud del capricho.
À Paris, chacun pour soi.
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