Cerró la cancela de madera del jardín y se ajustó el cinturón de su gabardina con cuidado de no estropear el ramo de lilas que llevaba en la mano. Inició el camino que hacía a diario, casi a escondidas de Juan, su marido, y de su hija María de tres años.
Era tan joven, tan bonita y delicada su silueta, que parecía una pincelada que se hubiera equivocado de cuadro. Hasta su ropa era un contrapunto en el patio del cementerio.
Al llegar ponía flores en la pequeña tumba de su hijo Juan, que no llego a cumplir los seis meses. Repetía algún rezo infantil que le había enseñado su abuela y miraba incrédula el nombre grabado en el mármol que coincidía con el que ella había susurrado a su oído, entre besos, sintiendo el olor y el calor de su cabecita.
Tenía a diario que acudir a esa cita, era el único momento en que su cabeza parecía amortiguar su dolor desde que su hijo se había dormido en sus brazos. Ese sueño había ralentizado tanto su vida, que le impedía seguir adelante. Lo peor era esa desazón que no le permitía concentrarse en nada, sólo ante la tumba de su hijo parecía hallar cobijo al sinsentido de la muerte, alineándose de su lado. Tan ajena se mostraba la vida con ella que se veía fuera de lugar cuando Juan y María reían tímidamente, como si esa risa le avisara de que ese ya no era su sitio.
El cielo empezó a descargar una lluvia en forma de goterones sonoros que rebotaban sobre el mármol y el granito. Este sonido le devolvió a la realidad. Se estremeció, se giro con miedo, estaba sola. Miró el lúgubre jardín como un lugar desconocido y se sintió viva entre muertos. Allí no quedaba nada, apretó el paso para salir, como el que escapa de un peligro y teme ser retenido si no escapa pronto, y no volvió nunca.
Altea 2 de agosto de 2011
La ilustración pertenece a un fragmento del cuadro «Madre», de Joaquín Sorolla
Que trisnito… (triste y bonito)
me ha gustado mucho.
Gracias por el amable comemttio y mas por definirlo con una palabra creada especialmente.