Pablo Guerrero, en los años 70 cantando en el Olympia de Paris, una sala que era la Capilla Sixtina de los cantautores de izquierdas
Hay artistas que pasan como relámpagos y otros que, silenciosos, permanecen como la lluvia que fecunda la tierra. Pablo Guerrero pertenece a estos últimos: sembrador de palabras, cantor de horizontes, poeta que nunca confundió el brillo con la verdad.
Su raíz extremeña le dio un acento y una hondura singulares, y con ellos levantó canciones que fueron refugio en tiempos oscuros. Cuando entonó “Tiene que llover”, no regalaba un estribillo: ofrecía una promesa, un conjuro colectivo contra la sequía de la libertad. Cantarlo entonces era un gesto de resistencia, un riesgo, un acto de fe en que lo imposible podía hacerse presente.
Y aun cuando llegaron los días de democracia, no se dejó llevar por el espejismo de que todo estaba cumplido. Vio claro lo que otros callaban: que la lluvia de justicia y de igualdad no había terminado de caer, y que seguir cantando era aún necesario. Esa fue siempre su militancia: la fidelidad a la palabra, la honradez como destino, la integridad como única bandera.
Por eso, cuando otros bajaron la guardia o cambiaron de camino, él siguió siendo el mismo. No hubo concesiones, ni máscaras, ni acomodos. Su voz, sobria y clara, siguió recordándonos que la utopía no cabe en un decreto, y que la poesía es también una forma de resistencia.
Ese espíritu habita en este homenaje: Hechos de nubes, nacido del empeño de Ismael Serrano, que reunió a distintas generaciones de artistas para dar cuerpo coral a la obra de Guerrero. No fue un azar: cada canción elegida es un emblema, cada voz una ofrenda. Desde A cántaros hasta Sueños sencillos, pasando por Límites, Paraíso ahora o A tapar la calle, cada interpretación ilumina un rostro distinto del mismo poema infinito. El resultado es un mosaico de voces que, al unirse, proclaman la vigencia de un poeta que nunca dejó de ser necesario.
Guerrero exploró muchos caminos —el folk, el jazz, el flamenco, la experimentación—, pero todos conducían a un mismo horizonte: la belleza de la palabra y la verdad de la emoción.
Y al recordarlo, surge no solo el creador, sino la imagen viva del hombre: su melena al viento, su voz ronca y clara, cantando en plazas y en campos, allí donde la gente lo escuchaba como quien bebe agua fresca en un día de verano. En aquellos mítines y encuentros, cuando cantar era también decir lo prohibido, su voz corría como un río sereno, llevando consigo la certeza de que la libertad aún estaba por venir.
Quizá después nos engañaran las promesas y las palabras grandes, quizá la libertad entregada no fuera la que soñábamos. Pero su canto fue verdad. Y lo sigue siendo. Porque hay canciones que no se agotan, hay poetas que no envejecen, hay voces que siguen siendo necesarias.
Pablo Guerrero nos lo enseñó, y este homenaje lo recuerda: aún tiene que llover.




