Foto de portada: Federico Romero Galán.
Pues sí. Otra maldita tarde de domingo. En la sociedad de la realización a través del trabajo alienado y del ocio dirigido, de la mercantilización de la vida en todos sus ámbitos, del interminable espectáculo de la máquina capitalista, me temo que cada vez es más complicado no acabar colgándonos del último clavo ardiendo de nuestra angustia. El domingo por la tarde se abre entonces como el no lugar, como el espejo grotesco en el que podemos observar la deformidad de unas vidas no vividas por nosotros mismos, sino programadas para servir a la producción y al consumo de objetos.
Por eso no es extraño que Néstor Villazón haya elegido un poema de Roger Wolfe para introducir su libro, e incluso haya encontrado en él su título:
“Otra maldita tarde
de domingo, una de esas
tardes que algún día escogeré
para colgarme
del último clavo ardiendo
de mi angustia”
Roger Wolfe
Porque la poesía es precisamente esa actividad que, ajena por completo a los imperativos de la mercancía, a la utilidad del tiempo en su sentido economicista, golpea a quien la vive (obsérvese bien que no digo a quien la trabaja) con la conciencia clara de todo lo que nos estamos perdiendo. Basta reducir la velocidad de crucero en la que nos mantienen anestesiados, basta que aparezca esa tarde de domingo, para que se haga patente el impulso profundamente revolucionario de la poetización del mundo.
Y lo que en este libro nos propone el poeta, no es otra cosa que la necesidad de un diálogo fructífero con esa república imaginaria que la literatura (o el arte, si se quiere) no ha dejado de construir en los márgenes de los días laborables:
Compradores
Incapaz de asumir, día tras día,
anécdotas simplistas e ineficaces
de nombres que murieron y quizá no fueron suyas
-un único pasaje de San Juan,
La casa encendida al completo,
una palabra, una sílaba, tan sólo el eco
de un maestro admirado de provincias
y sus sonetos horacianos- y tener que preguntarme
día tras día, mil simplezas e ineficacias:
¿Quién escribió aquello de “A la divina paz,
que aquí abajo os da más dicha que la razón”?
¿En qué libro de entre los suyos
se encuentran los versos “Qué hacer mientras espero
el esperado fin del laberinto”?
¿De dónde demonios era Emil Ludwig?
¿Quién fue el padre de Anaïs Nin?
En estas dudas me detengo
mientras una pareja acude
a la tienda en que trabajo. Me preguntan
si conozco el libro que titula
el “conocido” videojuego Dante’s Inferno.
Acudo al lineal. Regreso
con varios tomos de la Comedia divina.
Él asiente. Ella interroga
acerca de una posible oferta. Y ya se han ido.
Definitivamente el erudito y el ignorante
Poseen su parcela de egoísmo.
¿Y qué hay de la clase media de la intelectualidad?
Así se va revelando una especie de cartografía personal de los dominios del hombre precisamente en aquello que tiene de inalienable. Poema a poema avanzamos por un espacio repleto de la bellísima inutilidad del tiempo abandonado a sí mismo. Del tiempo como lugar habitable y cíclico, y no como el vector impenetrable de los imperativos productivos, en el que no nos queda más remedio que sobrevivir a golpes de espectáculo, ese que nos permite olvidar por un momento la velocidad vacía de significado a la que nos condena el capitalismo.
Pero, ay, las tardes de domingo…
Conclusión para toda monotonía
Siempre habrá quien castigue sus días
maltratando tus sueños.
Joven o viejo trasnochado, derrotado
en este inmenso placer
de la melancolía:
despierta.
Otra maldita tarde de domingo, Néstor Villazón, Vitruvio: 2012