La mujer casi había dejado de subir a conversar con la fotografía de su esposo, y cuando lo hacía, la imagen se le antojaba cada vez menos creíble, menos amarga.
Una tarde, observó que la imagen se cuarteaba como la piel seca de los reptiles; que los colores se volvían pálidos, indescifrables, de transparencia eléctrica. Después vinieron las fisuras en el marco, las grietas por toda la habitación, la carcoma trepando en enredaderas, las paredes que se volvían oquedades. La mujer apenas ni recordaba cómo fue aquella estancia.
Dio un suspiro y descorrió todas las cortinas. Sacó una caja de cerillas del batín y, tras prender las ramas secas de los floreros, la mujer abandonó sigilosamente la habitación, mientras el humo se iba tragando los haces luz difusa; los haces de luz borrosa, como todas aquellas promesas hechas con visos de eternidad.