Moriste lejos de México
para que tus huesos cantaran
la última ranchera:
que digan que estoy dormido
y que me traigan aquí,
rogaba tu cuerpo silencioso
bajo el cielo de Santa Mónica,
pues habría de ser estribillo hasta tu muerte.
Repertorio para amar son tus canciones,
para aprender del fracaso y de la pérdida,
para beber cuanto acontece,
alzar la copa en la alegría y en el llanto,
querer para ahogar la soledad,
ser querido y sentir que no hace daño
la noche que nos besa la boca.
Nos dejan de querer un día y un día, también,
ya no amamos tanto ni tan poco;
pero extrañamos, porque es amor la derrota,
y encontramos en las manos un vacío que nos llena
el puño con que golpeamos el alba.
Erramos, Juan Gabriel, todos erramos.
Noche tras noche, caray, noche tras noche.
¿Para qué, para qué, para qué llorar?
Tienes razón; pero se me olvidó, otra vez,
que solo nosotros quisimos
en el mismo lugar y a la misma hora.
Y aunque nos volvemos insensibles
a heridas de amor, la piedra del deseo
vuelve a nuestros pies y tropezamos
con el recuerdo y la tormenta.
Sabemos que las estrellas son te quieros,
pero nos invade algunas noches
el deseo de un abrazo.
Y rogamos, a luna en grito,
que el tiempo se detenga.
Supongo que así nacen las baladas.
Darlo todo por volver es peligroso,
no hay riesgo mayor que amar eternamente.
Y, sin embargo, damos la vida a cada rato
por evitar que termine lo que empieza.
Qué no diera yo,
todo por volver.
Malditos dioses que juegan a ganar
cuando se llevan de este mundo a los poetas.
Maldigo el paraíso al que te llevan,
maldigo los tragos con que brindan
tu chaleco de gasa y lentejuelas.
Y bendita sea la muerte,
tan pinche y generosa,
que hace única esta vida.
Mientras llegas al concierto,
que sepan todos que hoy tomé,
que hoy me emborraché por ti.
Un poema desgarradoramente bello