Los perros anuncian el arribo a casa del viajero del día y despiden, rabo batiente, al pasajero de la mañana. En ese compás se encierra toda la vida de nuestros canes. Ellos son los guardianes de la puerta de entrada y de la puerta de salida.
La vida humana es espera, la de los perros también. Pero ellos no esperan por sí o desde sí mismos sino que están abocados a nuestras vidas, las de sus amos humanos. Así se concilian nuestras vidas, desde una posición de superioridad y otra de inferioridad.
Pero como nosotros sabemos ponernos en el lugar del otro, de alguna forma, podemos recorrer en sentido inverso esa relación, de superior a inferior, pero también de inferior a superior.
¿Sabemos quienes son nuestros perros? Sólo por signos indirectos y más o menos aleatorios. Podemos entender una mirada, un gesto, una actitud, un despecho o una alegría…
Los perros son los seres más cercanos a nosotros tras milenios de forzada primero y buscada después, convivencia y encuentro. Han desarrollado muchas habilidades para sintonizar con nuestros deseos y emociones. Pero, francamente, ¿qué pensarán ellos de nosotros?
Recorremos en el deambular de nuestras vidas, las vidas de algunos, de bastantes perros que nos han sido fieles o al menos con los que hemos empatizado. La divisa que creo deberíamos seguir en este caminar juntos sería: “Ámate a ti mismo como amas a tu perro”.
En efecto, el amor que profesamos a nuestros perros deriva directamente del que nos profesan ellos a nosotros. Amor incondicional e incontinente. Un perro siempre ve a su amo como su madre o su padre.
Así, solemos amar incondicionalmente a nuestros perros siempre desde el lado fácil y complaciente que proporciona la superioridad que nos caracteriza sobre ellos.
Si pudiéramos recorrer fácilmente el sentido inverso del gradiente, esto es, de la inferioridad de los canes a nuestra altura, podríamos adaptar ese amor en beneficio de nuestras relaciones estrictamente humanas.
Pero desgraciadamente esto no es tan sencillo de realizar y, por otra parte, siempre está en juego el complejo de superioridad que nos imbuye ante ellos y que nos hace pensar que realmente somos superiores y que podemos arreglárnoslas nosotros mismos con nuestros sentimientos.
Constituiría un salto evolutivo cultural el llevar a cabo con rigor tal divisa. Nos permitiría sentir sin culpa hacia nosotros mismos o hacia otros congéneres un amor sin tacha y sin mácula que desbordaría de nuestros corazones en beneficio de la Naturaleza en que estamos inscritos.
Quizá algún día, cuando salgamos de casa por la mañana o volvamos a la anochecida podremos sonreírnos como nos sonríen nuestros perros.