Por Nacho Cabana.
Hubo un tiempo en que era prácticamente imposible ir al teatro en Madrid sin toparse con una obra dirigida por Tamzin Townsend. Hoy en día sucede los mismo con Gabriel Olivares. Seis montajes, seis, llevan su firma en la reentré de la capital de España. Si bien en cierto que algunos son reposiciones, resulta revelador el extremo conservadurismo de los empresarios capitalinos al tiempo que inquietante la falta de imaginación exhibida por quienes buscan ante todo el favor del público.
Dicho esto, Olivares es bastante mejor director de actores que Townsend y, tanto en la también comentada en estas páginas Windermere Club como en esta Nuestras mujeres ofrece sendas puestas en escena muy alejadas del todo vale que caracterizaba a la irlandesa afincada en la capital de España.
Nuestras mujeres se benéfica, ante todo, de un texto original del franco tunecino Eric Assous perfectamente estructurado y dialogado donde cada elemento encargado de hacer avanzar la acción (y/o caracterizar a los personajes relacionándolos unos con otros mediante sucesivos conflictos y revelación de secretos largamente ocultados) está ubicado exactamente en el lugar en el que tiene que estar, cumpliendo su función con tanta eficacia que cualquier cambio en la estructura dramática se revelaría como traumático y equivocado.
De poco serviría tanta precisión si ésta estuviera al servicio de la habitual sarta de tópicos sobre las relaciones conyugales con los que nos castigan habitualmente monologuistas y escritores que creen que en la comedia, por serlo, cabe cualquier arbitrariedad. El acierto de Assous estriba en que parte de un retrato certero y para nada agresivo de la amistad masculina (ya está bien de ese odio a los hombres que parece guiar tantos textos) para trazar un vector hacia las mujeres con las que se relacionan, aman y que a la postre, les han hecho ser como son.
Usa para ello de un detonante como la violencia de género sin plantearse siquiera el ser o no políticamente correcto en su tratamiento ni dejarse llevar por sus derivaciones policiales. El asesinato de su esposa por parte de Simón, es, antes que nada, el detonante de todo el conflicto de la obra que, no hace falta decirlo, no es denunciar lo agresivo del asesino (aunque ello también esté presente en su justa medida) sino analizar una larga amistad a tres bandas a partir de una crisis.
Gabino Diego vuelve a hacer de Gabino Diego y ya le sale muy bien. El actor está divertido en todo momento y genial al final del primer acto. Pero es Antonio Garrido el que más brilla del trío, llevando a buen puerto incluso la delicada escena del rap. A su lado, Antonio Hortelano cumple con eficacia en un rol que es antes una pieza del engranaje dramático que un personaje en sí mismo.
Bien la escenografía de Anna Tusell y correcta la iluminación de Carlos Alzueta en una obra que habla más de los rastros que las mujeres dejan en los hombres que de porqué un hombre puede llegar a matar a su esposa.